jueves, 28 de noviembre de 2013

Loving


Puedo darte amor en todos los idiomas.

Decirte hermosa en todos los lenguajes.

Alcanzar la cima de todas tus edades.






Dime tu nombre.
Mirame a los ojos.
Yo encontraré la caribeña que llevas escondida.
A cambio solo pido migajas de tu mundo. Los billetes que apenas necesitas.

Los pondrás en mi bolsillo, en mi sombrero, en mis cervezas, sin que yo lo note.

El amor sabrá cruzar esa estúpida frontera.

Santiago amanecerá con tus destellos, olvidando los incómodos detalles.





Santiago de Cuba, 23 de noviembre de 2013.



Una playa en Cuba


¿Qué playa quieres, mi niña? ¿Sobre qué arena despedirás el día?






¿Quieres una alfombra pedregosa, con muchachos que recogen peces afilados para asombrar a sus mujeres?










¿Prefieres la que se despeinó para siempre por el beso del huracán?

¿Vas a elegir la de arenas finas y palmeras del paraíso?

¿O la que cuida el colonizador desde el morro porque acechan los piratas de la reina de cabellos rojos?




¿Vas a atardecer en el cayo para amanecer en tu cuerpo empapado de ron?

¿Qué playa prefieres?

¿La de lluvia tenue, la de cien soles, la salpicada de revoluciones?

Pide la que quieras, bonita.

Porque esto es Cuba, muchacha. Y en la Isla Mayor, tratándose de mar, todo sucede.





Playa de Siboney, 22 de noviembre de 2013.

domingo, 1 de septiembre de 2013

Los Haduviak



Mijailko, Nicola, Stepan, Ana, María, Grilko.

Ellos eran los orgullosos hermanos Haduviak, de la aldea de Babie, de la tierra de Volinia.

Mijailko del año 4.

Nicola, el sastre, el hermoso hermano que enamoraba a las mujeres con sus manos de agujas, tijeras y sedas.

Stepan. Silencio sobre Stepan. Nadie sabe. Su rastro se perdió entre las guerras.

Después vienen las mujeres. Ana y María.

Años después llega Grilko, el más joven (nacido en el 26? en el 27?), el soldado al que una bomba le partió la adolescencia en pedazos. Una novia a punto de dar a luz, pariendo un niño y una locura.

Lena, amiga de Grilko. Ana, hija de Nicola. Eugenia, hija de Ana. Silvestre, hijo de Maria. Alina, hija de Mijail, ellos vuelven a nombrar.

Debajo de un manzano de una aldea de una provincia de un sueño llamado Ucrania, alguien los vuelve a nombrar.

Mijailko, Nicola, Stepan, Ana, Maria, Grilko.

Ahora las fechas del inicio y de la muerte. Una a una. En estricto orden.

Mijailko del ... Nicola del... Ana... María ... Grilko del año en que no debió nacer para que no se lo tragara la guerra.

Ana fue la última de la estirpe orgullosa de los Haduviak, nacidos en Babie, en Volinia, en Ucrania. Nadie después de ella había recitado el conjuro (cuando se nombra a los Haduviak de corrido, la llanura se hace verano, el cielo se tapiza de frutas, el pan se levanta sin levaduras).

Pero hoy sus hijos, y los hijos de sus hijos, reunidos por un remolino inesperado, dicen en Volina, en la aldea, debajo del manzano, en voz baja, la lista que ya nadie recitaba. Alina conoce el principio. Silvestre y Eugenia traen a las mujeres. Ana recuerda los amores del sastre. Lena conoce el final.

Mijailko, Nicola, Stepan, Ana, María, Grilko.

Debajo del manzano. Los nombres al aire como campanadas, una vez más.

Ahora sí se abre la mesa, ahora sí brindan las copas, porque los hijos de los hijos han escuchado la historia y todo puede volver a empezar.

lunes, 25 de marzo de 2013

LISBOA




A ver, deje que me acuerde. Fue hace cinco o seis veranos que el portugués se cansó de la indiada, como él los llamaba. Le explico: el tipo se había venido en el cincuenta y pico y juntó pesito por pesito hasta que se pudo comprar el terreno. Bien ubicado, usted viera. Al lado de la ruta que después ensancharon,  por donde pasan autos a montones. En aquel tiempo uno lo veía, pobre portugués, todos los fines de semana que podía meta pastón y meta pala llenando las bases con la señora, que ni bien dejaba de darle la teta a la nena cargaba con los baldes y le daba una mano.
No, si era de no creer, mire.
La panadería le quedó una pinturita. Y el chalecito de arriba, ni le cuento. Claro que terminó todo diez años después, pero la confitería Lisboa se hizo famosa.Y le estoy hablando de los años sesenta, cuando había que romperse el lomo para lucirse.
El portugués  laburó como un descosido por aquellos años. No sé cuándo le quedaba tiempo para dormir. La señora en la caja, la piba, desde que las trenzas quedaron arriba del mostrador, despachando que era un encanto. El pibe en el horno, con él. Me pregunto si el infeliz habrá conocido una pelota. Nunca en el potrero como los otros chicos de su edad. Unos vagos, claro, la verdad hay que decirla.
Eso sí, cuando uno iba, se charlaban todo los portugueses. Porque ellos no se sentaban a tomar mate a la tarde ¿me entiende? ni salían de vacaciones ni cerraban lo lunes aunque los otros panaderos tiraran la bronca. Como lo único que hacían era laburar se hicieron amigos de los clientes, y los clientes lo agradecían pasándose un buen rato en la Lisboa.
Un día el portugués plantó bandera. Le comentó a las doñas que se sentía viejo y que sus hijos tenían que estudiar alguna carrera y alquiló el boliche. Se lo alquiló a Ochoa, que había sido su empleado por años y que supo convencerlo con sus delirios de confitería pituca y una promesa de servicios de lunch que contrataría el gobernador.
Ochoa se trajo a dos o tres más oscuros que la noche y empezó la farra al lado del horno. Usted viera. Meta vino y truco. Después la negrada se dormía en los canastos de mimbre y al otro día atendían a los clientes mojados como merluzas.
Eso sí, Ochoa hacía un pan riquísimo. Pero era criollo, qué se va a hacer, y las vitrinas se llenaron de mugre y el techo de una tierra pegoteada con grasa. Las lamparitas fueron muriendo de a una y nadie las cambió...¡los tiempos de Ochoa! El piberío del bajo se llevaba pan calentito y lo pagaba dios, y los vigilantes y las medialunas se deshacían de tanta manteca y las tortitas negras eran una montaña de azúcar. No, si Ochoa no se medía en gastos. Dijo que iba a ser el mejor y lo fue. A su manera, claro.
El local se vino un poco abajo y el portugués no lo quería ni ver. Vivía encerrado en el chalé y cuando salía se cruzaba enseguida de vereda para no mirar, porque sufría de verdad el hombre. Pero el veneno se le fue metiendo en el cuerpo, no hubo caso. ¡Cómo no iba a estar furioso, si él, a las monjitas, les daba factura vieja de tres o cuatro días y lo demás lo hacía todo pan rallado o budín! No había desperdiciado una miga jamás, y todo para qué, si ahora el pan se iba en bolsas generosas, y nadie pagaba demasiado, y Ochoa le fiaba a medio mundo, y el lugar era un miguerío y una joda y a nadie le preocupaba el service de la amasadora. Y pensar que cuando estaba él en el piso de la cuadra se podía comer sin plato de limpio que lo tenía. Son formas ¿vió? Los gringos son así. Pijotean porque viven como si la guerra no hubiese terminado, usan tres veces el mismo fósforo y años la misma alpargata.
Al portugués la bronca le saltaba por los ojos y no la podía disimular. Todo el barrio sabía que odiaba a Ochoa. El último tiempo ni lo saludaba. Hasta que al final el gringo se enredó en un juicio para poder sacarlo de la Lisboa.
Lo ganó, claro.
Todos lo felicitamos, pero empezamos a extrañar la factura exhuberante. Los pibes que se llevaban el sobrante, ni le cuento. Le rompieron al viejo más de un vidrio porque los quería conformar con palitos de anís de la semana anterior. A éstos no les falta pan, lo que no tienen es vergüenza, decía el portugués y se encendía como una fogata, mire.
En fin, me gustaba verlo trabajar al gringo otra vez, pero yo me había prendido en todas las timbas de Ochoa y sentí su ausencia. Nunca más aquellas panzadas de bizcochitos de grasa. Y eso, en la vida de un piojo resucitado como yo, se nota.
En fin, cosas del destino.
Que la verdad, con quien se ensañó fue con el portugués.
Ochoa no dijo ni mu en su momento, metió violín en bolsa y se fue para el rancho a vivir de las bolitas de fraile y los churros que él hacía de madrugada y el hijo vendía de tarde recorriendo el barrio en bicicleta. ¡La bicicleta!  Era el único capital que le había quedado al pobre ñato después de pagar el juicio y todos los arreglos de las máquinas del portuga.
Pero la vida da revanchas y cada uno encuentra la forma de vengarse ¿se acuerda de la nena con trenzas que atendía el mostrador hecha un ovillo, delantal almidonado, cintas en el pelo? Bueno, hace un mes se apareció con la noticia. Claro que la hija del gringo ya no es la que era: anda arriba de los veinte y largó los estudios. No quiso saber nada con sacarse el paquete. Estaba noviando con el Ochoíta en secreto y recorrió todos los pastizales del pueblo subida al caño de la bici. Parece que le divertía más la venta ambulante que el mostrador. Y el Ochoíta, claro, le hizo probar almíbares de los que no tenía noticias.
Y se emperró la chiquilina, no hubo caso. Quiso casorio y fiesta y vestido blanco y torta con cintitas y doscientos invitados. Y aquí me tiene, la verdad que la invitación me tomó por sorpresa, pero vió cómo es Ochoa que no se olvida de los amigos.
Está tan contento que no se midió en gastos. Usted no es del barrio ¿no? Pero eligió arrollado para comer ¿sabe por qué? porque lo hizo Ochoa. ¿Ve aquellos bocaditos que no prueba nadie? ésos los hizo el gringo ¿y ve los canapés? ésos también, si ni aceitunas les puso. Pobre viejo, la verdad que no está para festejos. Un nieto compartido con Ochoa no se le cruzó ni en sus mejores pesadillas. En fin. ¿De dónde era usted? ¿de la calle Lisboa me dijo? Ah, no, de la ciudad de Lisboa. Como la panadería, qué casualidad ¿no?
¿Y eso dónde queda?

Primer Premio Banco Patricios, 1995.

Sota, Caballo, Rey.























Ajena la mujer, reina o vasalla,
de la mesa de las espadas y los oros.

Sota, caballero, rey del juego, 

del vino,
de la mesa,
de la sombra abundante
a orillas del río pardo.

La edad media juega en un teatro de papel
mientras se enhebra en el escenario de los vivos 
un diálogo de irresponsables.


Una mirada de varón,
una risa de diosa en lo oculto,
un desfile de trucos 
alargando lo efímero.

Señores de la flor y la bravata. 

La dueña del templo los deja 
durante un infinito instante
vestirse de pajes, 
armarse jinetes, 
mandar como un rey.




sábado, 23 de marzo de 2013

Canción de amor

Quien guarda
Quien sabe
Quien atrapa
El tono exacto del amor.

Una voz vieja atravesando la nieve de la estepa
cantando un amor de hipocampos
a una mujer que ha envuelto en un pañuelo
-en ese preciso instante-
las fotos  que la cobijan.

Ese puede ser un tono exacto.

Tres mujeres que preparan
la receta secreta
de la harina, la grasa animal y las cebollas
para la familia que celebra
los lazos y las cicatrices.

Ese puede ser un tono exacto.

Un vino y un pan para el viajero. El abrazo de despedida. Los augurios.
El regreso a los brazos que esperan. Los relatos del viaje en todas sus versiones celebrando los amores cantados en la nieve.

Ese puede ser un tono. Un preciso instante para envolver en un pañuelo.
Una canción de amor.








viernes, 22 de marzo de 2013

Elena


En el fondo de mi casa amanece 
un cielo gris sobre una ondulación de nieve
y una obediente fila de abedules.

Los miro a través de la reja de esas letras extrañas, 
paso mis manos por esa telaraña. 
Quiero tocar el rostro de Elena, pero se escapa. 
Aparece una chiquilla sobre un carro
tarareando una canción de despedida.

Apenas la alcanzo con las yemas de mis dedos. 
Me sonríe mientras se ata un pañuelo de rosas, 
antes de esfumarse entre los grises.

Corro para verla a través de otras ventanas. 
Un  soldado va cruzando un valle alpino 
para enamorar a las muchachas del Garda. 
Se va con su sonrisa y su silbido. Yo no soy su cometido.

Me cruza las entrañas un mar de europas y de américas, 
y mi casa es una cáscara de nuez en la tormenta.

En esta travesía, Hollywood me indica las medidas del amor y las siluetas. 
Los libros me cuentan cuáles son mis matemáticas.

Pero esta casa hierve de ventanas.

Me asomo al barro de una ensenada pobre y todo el Sur llega a la cita. 
Un domingo en Punta Lara, un almacén de aperos y alpargatas, 
unas casitas de chapa en el último furgón de las ciudades.

Ellos insisten. Me entregan un manojo de candados y sus seguridades.

Abro la puerta mientras duermen. Me subo al viento de un pibe que me lleva sin preguntas.

Encuentro a la muchacha y al soldado.

El rostro de Elena aún se me escapa.









sábado, 16 de marzo de 2013

Ucrania


Contra todo pronóstico, contra el miedo al cuco comunista que me quisieron meter y el alerta de que era un país pobre y sin caminos, me fui a Ucrania. 

Llegamos a Lviv, ciudad antigua, viva y ruidosa, en cuyo alrededor se asientan cientos de aldeas donde cada uno cuenta con un pedazo de tierra para cultivos de subsistencia.

Después de andar entre bosques, iglesias salidas de un cuento, nieve fresca y caminos embarrados por la última nieve, en la última de esas aldeas, en el fin del mundo o el origen del mundo, me esperaban en un viejo auto LADA parientes que se llenaron de emoción al vernos llegar a Gaston, el traductor, Cristina, mi compañera de viaje y a mi. Ellos nos guiaron hasta una casa de madera, de aljibe y cocina a leña, con establo de vacas yde caballos, donde me esperaba un primo, parientes que ya ni recuerdo, y Elena, la hermana de mi mamá, vestida de fiesta, de domingo, frente a un banquete que Sissi no ha comido nunca en su vida.

Nervios, llanto, abrazos, perdones, afectos dormidos, historias. Ya lo podre relatar.

-Salieron a relucir las fotos sepia, de un lado y del otro. Las que traía yo de Argentina, las que Elena guardaba. Más de la mitad eran las mismas.

Eugenio, su marido (los dos rondan los 82 años) lucía una campera tejida por... Sofía, mi mamá! Que se la había regalado mi abuelo en su viaje en 1973! No me lo dijo, esperaba que yo me diera cuenta. Dios me dio una mano, y al otro día me di cuenta y le valore enormemente el gesto. La campera está impecable.

Esa noche, Eugenio canto canciones de amor. En esa pieza del fin del mundo, rodeada de nieve y arados tirados a caballo, al calor de la leña, su voz me pareció dulcísima. Elena, jefa invisible de la familia, esperaba prudentemente pero con firmeza que terminara... queria hablar,  recordar, explicar.

Dormimos allí, en la mejor pieza de la casa. Dormir es una forma de decir.

Mañana en la cocina, ya sin ceremonias. Más fotos, más explicaciones, mientras se calentaba en las ollas el agua de nuestro aseo. Las mujeres jóvenes que cuidan a Elena comenzaban a preparar los varenikes del mediodía que Elena mandó a hacer en nuestro honor.

Momento de regalos: tapices en punto cruz, pañuelos para la cabeza que me enseñaron a poner (así no, me dijeron cuando  me lo puse yo misma). Cristina y yo sacamos de la valija los nuestros, además de todo lo que pudiera servir como regalo, pero nada alcanzaba, nada se comparaba con la belleza de lo que ellos nos daban.

Momento de encuentro: llamo mi primo Pablo de la Argentina, la saludó a Elena en su ucraniano aprendido de muy chico, se dijeron las palabras que esperaron tanto tiempo.

Viaje a Babie, el pueblo donde vivieron mi mamá y mis abuelos, desde donde partieron. El camino desde su "jata" a la aldea y luego a América, lo hicimos en sentido inverso. Recogí puñados de la tierra más hermosa del mundo.

En Babie encontramos a la familia de Ana, mi abuela. Más llantos, más fotos, más abrazos. Un hombre detuvo su utilitario para contarme que el trabajaba la tierra que había sido de un hermano de mi abuelo. Estaba en casa, digamos.

A la tarde viajamos a Luztk, ciudad del lugar, para que Elena y Sofia se saludaran por skype. Gabriela Bernazza cuido desde Argentina cada detalle técnico. Elena otra vez vestida para dominguear. No quiero saber lo que pasaba por la cabeza de esas dos mujeres. Para Elena, no se por qué, mi mama es "Eugenia", y nunca dejó de nombrarla así. Ellas se separaron cuando mi mamí tenia 3 años y Elena 6, pero hablaron como si se hubiesen dejado de ver el día anterior. 

A la conversacion se sumo Ignacio, el hijo de mi hermana, y los hijos de los parientes ucranianos. La cara de asombro de Ignacio por lo que estaba pasando esta todavía en mi retina. 

Cena familiar, otra vez las mejores galas. Más regalos. 

Desayuno familiar, antes de volver a Lviv. Elena quería a toda costa que llevaramos comida para el camino (pan casero, panceta, varenikes, vodka, compota), pero le explicaron que nos daban de comer en el avión. Con comida que debe pagarse en los vuelos de Iberia y varadas en Barajas, me pregunto por qué no le hicimos caso a Elena.

Al primo Romaniuk lo volvimos loco: yo le dejé plata para Elena, Elena le dio plata para mi.

Despedida. Todos sabíamos lo difícil un nuevo encuentro. Esa conciencia nos hizo optar por abrazos muy largos, que no necesitaban traductor.

Yo sigo viva porque esperaba este momento, me dijo Elena. En su porte orgulloso de bastón y rodete de abuela, está lúcida, viva, joven. Esa vitalidad la hace soñar otros encuentros. Espera a su hermana Eugenia. Quiere recibirnos en el verano. Quién sabe.

Hungría


Furias. Galopes. Tribus. Caballos.  Tiendas. Alas. La larga travesía termina. Para ser Europa, habrá que pedir permiso a los papas. Concedido. San Esteban los domestica a orillas del Danubio.

Reyes, blasones, condes, duques, espadas, turcos, guerras, gritos. La furia que no cesa.

Los gitanos no dudaron: esta es nuestra gente.

Austria los quiere más mansos. Alemania más obedientes. Rusia más disciplinados. Estados Unidos más capitalistas.

Nadie los entiende, nadie los puede.

Ellos, como única respuesta, despliegan Budapest.



domingo, 10 de marzo de 2013

Enamorarse en Praga




De los duendes, del puente.
De las pompas de jabón y un chico corriendo a recogerlas.

Del relojero que pensó un mecanismo para que yo pudiera escuchar la campanada exacta.

De lo negro, de los magos, del agua de las alcantarillas.

De una historia de promesas, de lo mojado, de una turba de cancilleres y princesas.

Del dios de la cruz, de sus seguidores, de los checos,
de los celtas, de una falta de sonrisas que nos dice
que hemos llegado al frío y a lo duro.

De las reclinaciones, de los nidos cubiertos de nieve, vacíos.

De los bosques, de un silencio de tumbas, de las huellas en lo blanco.

De tus palabras llegando desde el fondo de la geografía, amándome en Praga.