Una
gota de agua poderosa basta para crear un mundo y disolver la noche. G. Bachelard
El agua nos acompaña
desde los relatos del Diluvio Universal.
¿No fue
Mark Twain el que nos navegó por el Mississipi cientos de veces, aguas
arriba y abajo, acompañando a un pibe aventurero, a uno vagabundo y a
un esclavo prófugo? ¿No siguieron escribiendo sus aguas Faulkner y otros? Por
el Amazonas navegaron miles de novelas de aventuras... Pero nosotros
nos sentimos lejos del agua que nos tocó en suerte. Una presencia de
sudestadas que apenas nombramos.
A diferencia
del Paraná, inspirador de canciones y leyendas, por donde se deslizó en un
pequeño bote a la deriva el mejor cuento de Quiroga, el río de la Plata y el mar del Tuyú son
casi una ausencia literaria.
El río, para
los platenses, es un olor de barro y una invasión de mosquitos cada verano, y
una discusión de peces muertos cada tanto. Punta Lara es la molesta vergüenza de la ciudad perfecta. Berazategui, que recibe el desagüe cloacal de todo el Gran Buenos Aires, ya no recuerda las sombrillas del balneario
de Plátanos. Plátanos recibe de Florencio Varela arroyos humeantes de ácido,
los mismos que Guillermo Enrique Hudson recordara por sus aguas cristalinas en Allá lejos y hace tiempo...El río recibe
de parte nuestra más residuos tóxicos que literatura.
Como
contrapartida, y ahondando una relación conflictiva, el río lame con furia la costa todos los años, para recordarnos que está
allí, a nuestro costado. El río no se contenta con su anchura, y debilita los
pilotes y las tenues murallas. Pero qué extraño: sólo en esta orilla. Colonia
de Sacramento luce orgullosa los fuertes y las casonas de otros siglos porque
el río no la preocupa y la deja vivir tranquila. Las mínimas y pedregosas
alturas uruguayas inclinan el río hacia aquí. Inclinan el limo y la basura y
los camalotes hacia aquí.
Las aguas son
una gigantesca, silenciosa, molesta presencia lateral. "Hay
sudestada" guarda entre dientes un insulto, y el agua lo sabe. Pero ¿las
inundaciones no tendrán que ver con esta negación del agua que nos tocó en suerte? En todo caso la culpa no es suya: es nuestra. Ella
no puede cambiar, nosotros sí. Ella es incapaz de planificar sus furias,
nosotros somos capaces de planificar nuestro hábitat. Pero vivimos como si el río no existiera y los elogios y la escritura escasean.
LO QUE MATA ES
LA HUMEDAD
Cada vez de
gotitas minúsculas, de paraguas abriéndose como un papelón sobre nuestras
cabezas, cada vez de una humedad que mata, de una
inundación, de un reuma imperturbable o de una alergia, nos nace
espontáneamente el insulto. Inmenso.
Acuífero.
-¡Campo fiero
y desamparao!- dije en voz alta.
Ibamos por un
pajal descolorido y duro que los caballos husmeaban despreciativamente, con
algo de alarma. También yo sentía un presagio de hostilidad. -¡Campo bruto!
Y el insulto,
propongo sin demasiado fundamento, es una forma de la escritura. Quizás no sea
la más elegante ni la más académica. Pero es la nuestra, la que podemos. Una
forma de nombrar lo que nos pasa.
Ricardo
Güiraldes la aprovechó para hurgar en una belleza escurridiza: dos capítulos de Don Segundo Sombra
cuentan nuestro conflicto con el paisaje buscando el orden, la belleza que podría explicar tanto olvido de Dios.
Ya podíamos
mirar para todos lados, sin divisar mas que una tierra baya y flaca, como
azonzada por la fiebre...Para el lado de la mañana estaba el mar, que sólo la
gente baqueana alcanzaba por entre los cangrejales...Bendito sea si me
importaba algo de los detalles de aquella estancia, que parecía como tirada al
olvido, sin poblaciones dignas de cristianos, sin alegría, sin gracia de
Dios....
El fastidio
sigue siendo el mismo. Nuestro. Húmedo. Pero alguien lo escribe, nos escribe, y
el paisaje cambia. Le robo palabras a Bachelard y digo: lo que amamos por
encima de todo en el paisaje es lo que
de él pueda escribirse. Lo que no puede ser escrito, ¿merece ser vivido? La literatura permite entender un lugar, una molestia, una geografía.
Aquí, en el
conflicto, en la depresión del Salado, en el río ancho, en el mar y los campos
del Tuyú, la literatura nace débil, crece a los ponchazos, pero deja páginas
imborrables.
Atrás de los
junquillales vimos azulear una chapa de agua como de tres cuadras. Volaron
bandurrias, teros reales y chajás. Parecían tener miedo y quedaron vichándonos
desde el otro lado del charco. Sabían algo más que nosotros. ¿Qué?
Garúa trotó
dando un rodeo, seguida por Comadreja, y bajó hacia el agua. Nosotros quedamos
a orillas del pajonal.
El barro negro
que rodeaba el agua parecía como picado de viruelas. Miles de agujeritos se
apretaban en manada unos contra otros. Unos pocos cangrejos paseaban de perfil,
como huyendo de un peligro. Me pareció que el suelo debía de sufrir como animal
embichado.
Ahá- dije- un
cangrejal...
EL RIO. EL
MAR. EL AGUA.
Nuestro río
abre generosamente su boca para tragarse el mar, y allí se pierde. La costa
continúa, baja y barrosa, mientras el horizonte se azula. Dónde se acaba
exactamente el Plata, es asunto de geógrafos, a los simples mortales el
cangrejal nos ahorra debates, y el río
se desvanece mar sin preocupaciones limítrofes.
En Montevideo
resolvieron el entuerto de manera sencilla: a las aguas de marrón contundente
que cerca a los montevideanos la llaman
mar. Y punto. Quién se los discute.
De este lado
el límite es un entretenimiento de cada temporada para los turistas del Tuyú:
si sopla un viento estamos en el río, si sopla otro, aparece el mar.
De pronto, una
franja azul entre las pendientes de dos médanos. Y repechamos la última cuesta.
De abajo para arriba, surgía algo así como un doble cielo, más oscuro, que vino
a asentarse en espuma blanca a poca distancia de donde estábamos.
Llegaba tan
alto aquella pampa azul y lisa que no podía convencerme de que fuera agua...
Pero río o
mar, la desolación es la misma. Agua de nuestro costado. Llanura
sin encanto. Viento. Nada que decir, nada que escribir...
...Sentí
que la soledad me corría por el espinazo, como un chorrito de agua. La noche
nos perdió en la oscuridad.
Me dije que no
éramos nadie...
No podía dejar
yo de pensar en los cangrejales. La pampa debía sufrir por ese lado ...
Miré para
arriba. Otro cangrejal, pero de luces.
Ellos están
allí. Humedad, pampa magra, agua, cangrejales. Y si casi siempre fastidian, alguna vez alguien los escribió. Quien la escribe nos regresa al agua que nos tocó en suerte, útero gigante y desconocido.
Nuestra negación podría ser un festín para los sicólogos. Pero las
palabras son tozudos significantes ganándoles batallas a conflictivos
significados.
Para eso está ella, la literatura. Que hoy permite este elogio
de la sudestada.
(Los textos de este artículo fueron exrtraídos
de los capítulos 15 y 16 de Don Segundo Sombra)
EL DÍA de La Plata , domingo 23 de octubre
de 1994.