domingo, 23 de abril de 2017

Fixture


          Se llevan como perro y gato. El pibe que tira los cables me lo dijo ni bien entré al estudio. Pero yo ya lo sabía. Miraba siempre el programa y era evidente que la periodista jovencita odiaba al periodista viejo y canoso que comentaba las noticias que ella presentaba.
          Muchos políticos están más confundidos que Warren Beatty el día de los Oscar, dijo ese día Cecilia, la periodista. Se la notaba satisfecha con la comparación. Me parece que la confundida sos vos, le respondió el periodista que se parecía a Mario Wainfeld, aspirando su pipa. Nadie está confundido, siguió, son personas que responden a intereses y actúan en consecuencia. Cecilia sonrió todo su odio y Luciano, el conductor de Vamos que venimos, acostumbrado a esas peleas sordas entre los dos integrantes del panel, pasó al corte.
          Ahí me pudieron presentar. Yo estaba terminando la carrera de periodismo y era el primer día de mi pasantía. Ayudar en la producción del único programa en vivo del canal de cable de la ciudad era la oportunidad que había estado esperando. El canal era chico, tenía solo dos cámaras y nadie era periodista de verdad. Todos parecían jugar a hacer un programa, pero la gente los seguía y al otro día en el supermercado no se hablaba de otra cosa. Algo iba a aprender de todo eso.

          ¿Qué es la adicción?, preguntó Luciano, el conductor, en mi segundo día de trabajo. Cecilia se indignó por el consumo de cocaína entre chicos de 12 años y Gómez, el que imitaba a Mario Wainfeld, le preguntó si alguna vez había visto un papel o una línea. Cecilia giró para mirarlo de frente, seguramente para insultarlo.  Su pelo largo y castaño ocupó todo el monitor. El conductor aprovechó ese plano corto. Pasemos a un corte, dijeron sus dientes blancos y perfectos.
        Cuando volvimos al aire, en la pantalla apareció mi primer graph: "Ciudad signada por catástrofes climáticas o desidia gubernamental?". Gómez hizo una pausa estudiada y abrió el debate: una respuesta apresurada sería: las dos cosas. Claro, lo interrumpió Cecilia, los vecinos están hartos y reclaman limpieza definitiva. Wainfeld estrelló su pipa contra el suelo. Así no sigo, dijo. Si Pérez Carlés sale de noche con esta minita, yo no tengo por qué soportarla a la  mañana. Se levantó de su silla alta con torpeza, se sacó nerviosamente los cables del micrófono y se fue.
           El pelo de Cecilia no se movió. Los dientes de Luciano tampoco. Los  ojos redondos y maquillados de los dos se multiplicaron en los tres monitores. Todos esos ojos preguntaban qué hacer. A ninguno le llegó la respuesta.
            Pérez Carlés había estado semanas atrás en la Universidad recibiendo su título de profesor emérito. Fue ahí que prometió sumar a los mejores alumnos como pasantes en el diario y en el canal, además de 25 becas de estudio. Fui el primero en anotarme para las pasantías. Mamá siguió mi trámite con ese orgullo de las peluqueras. Le contaba los avances a sus clientas, que exageraban su alegría debajo de los secadores de pelo. Yo estaba terminando la tecnicatura en periodismo deportivo y quería trabajar. En realidad, quería demostrarle a mi familia que se podía trabajar de lo que a uno le apasiona, que en mi caso son jugadores, campeonatos y pelotas de futbol. Cuando entré al canal, hubo fiesta en casa. Vinieron las clientas de mamá, ruidosas como ella. El dueño del canal donde va a trabajar Mario es Pérez Carlés, yo atiendo a la señora, comentaba mamá esa noche mientras servía los sánguches de miga y yo me hundía en el fondo del sofá.
         Esa mañana, cuando Gómez se fue del estudio, nadie supo muy bien qué hacer. Yo seguí mirando fijamente la escaleta. Las pantallas fundieron a negro y apareció la señal de ajuste. De a uno, y sin decir nada, salimos del estudio. Al otro día me dijeron que el programa se levantaba. Me dieron un certificado con el logo del canal. Se lo llevé a mamá, que estaba en la peluquería. Lo guardó en el cajón de los ruleros. Después hablamos en casa, se despidió.
          Unas semanas después volví a lo mío: mirar las tablas de posiciones de todas las categorías del fútbol profesional y del amateur. Me entretuve con los cálculos que los futboleros admiraban. Roberto, mi vecino, se los mostraba a los clientes de su taller mecánico. Siempre acertaba el campeón seis o siete fechas antes de que los campeonatos terminaran.
          Mamá no volvió a hablar de la pasantía ni de Pérez Carlés. A Cecilia no la vi más. A Wainfeld tampoco. Nadie volvió a hablar de ellos en el supermercado. Mamá insistió otra vez con que me inscriba en la Tecnológica, recordándome que a los mejores alumnos los contrataba Techint. Me comentó que lo había escuchado en la tele. 
          A veces, haciendo zapping, paso por el canal local. Una locutora de acento neutro anuncia que "a las embarazadas la recomendación es que consideren no viajar a las zonas en donde haya circulación del virus del zika por el riesgo de malformaciones fetales.” Pérez Carlés tendría que desayunar con Cecilia. Yo tendría que estrellar mi pipa, si tuviera una, contra la vidriera de la peluquería. Pero eso no va a ocurrir. Ya sé cómo termina este campeonato. Tengo los papeles para anotarme en la Tecnológica. Roberto me avisó que necesita un ayudante en el taller. 



sábado, 8 de abril de 2017

Viena - Praga - Budapest

       


             Los domingos me sentaba en la mesa de la cocina a leer los diarios en papel. Era el único día que los compraba. La Nación, Clarín y El Día. La mesa se llenaba de hojas gigantes, y yo me manchaba las manos y los codos con tinta negra. Eran las únicas mañanas en casa. Cada diario me contaba sus pestes. La Argentina era un rompecabezas que me gustaba armar. El diario de la ciudad que había dejado atrás me traía los muertos conocidos y algunas señales de afuera. En uno de los suplementos venía una publicidad de una agencia de viajes que anunciaba: Viena - Praga - Budapest. Cómo me gustaba leer esa parte. Imaginaba ese viaje, me imaginaba pasajera. 

          Con el correr del tiempo, lo primero que buscaba era ese anuncio. Quería confirmar que estuviera allí, que me esperara. Con los años, tuve a mano mapas y un globo terráqueo abollado que me acompañaba desde la casa de la calle 21 en La Plata. La mudanza a Hudson, no sé por qué, le había perdonado la vida. En las casas a las que nos vamos mudando siempre queda una fuente, un pocillo de café, una cuchara de nuestros ocho años. El globo terráqueo seguía allí, indiferente y dispuesto. Por alguna razón, ese viaje se convirtió en una obsesión. Cuando lo comenté en casa, nadie mostró interés. Podía ir sola, los chicos ya estaban grandes, y a Quique lo aburrían las ciudades. Después de los 40, el mundo es una vereda ¿Por qué no?

          Ni Inglaterra, ni España, ni Francia. El Este. En los viejos cuentos de la tía Elda, aparecía la Riva del Garda en el norte italiano que antes era Austria, recuerdo algún cuento con soldados de la segunda guerra mundial. En los cuentos de mamá, una aldea polaca en territorio ucraniano ocupado. En esa aldea, bajo una mesa de madera, cerca de un horno a leña y a cubierto de la nieve, ella había cortado con unas tijeras de podar las trenzas de su vecinita. Ese cuento tuvo muchas versiones, las tijeras de podar y las trenzas rubias por el suelo estaban en todas. Viena-Praga-Budapest era parte de esos escenarios. Viena era las películas de Sissi y unos coches negros viajando a Salzburgo para perseguir a la novicia Julie Andrews. Ella cantaba en los valles que desembocan en la riviera norte del lago de Garda, la Riva del Garda que se disputaron Italia y Austria. Praga era una puerta al este profundo. Unas nieves y unos bosques, y se llega a la frontera ucraniana. Lviv, Lutzk, Ternopil, aquellas ciudades que conocí de boca de mi madre y de la baba quedaban tan cerca. Haciendo cálculos, se tarda menos que un viaje a a Mar del Plata. 
          
             Papá nunca nombraba Italia. Él nació acá, supongo que era por eso. La abuela Fanny era la que cantaba canciones tirolesas, pero se fue muy joven. La tía Elda, que era más grande que papá y recordaba más detalles, guardaba algunas fotos con los Alpes como fondo, pero ya estaba grande y apenas hablaba de esas cosas. Mamá hacía tiempo que había olvidado su casa bajo la nieve, y con la muerte de la baba ya no habló más en ucraniano. Las palabras se fueron de su boca. Las ciudades imperiales me ofrecían esos rastros familiares a un buen precio. Febrero sería un buen mes. En temporada baja, los pasajes y hoteles cuestan la mitad. 

           Cuando se acercaba el momento de imaginar los pasajes entregados por un muchacho sonriente en una agencia de calle Corrientes, el mate se volcaba sobre el blanco y negro de los diarios. Se despertaba el primer hijo y comenzaban a sonar los ruidos de la cocina. Los perros buscaban su comida o el pescador nos anunciaba una oferta de merluza por los altoparlantes de una camioneta. Todo volvía a ser la calle 137, los eucaliptus a través de la ventana. Había que podarlos, algún día se iban a caer arriba de nuestras cabezas. Había que cortar el pasto, ya estaba demasiado largo. Había que llamar al atmosférico, el olor del baño ya era insoportable. 

          Cuando llegaban esas señales, me despedía del anuncio y de los mapas hasta el domingo siguiente. Viena-Praga-Budapest era lo último que leía antes de juntar los diarios, limpiar la mesa, pelar las papas. 










miércoles, 5 de abril de 2017

Adorable




Con las chicas lo teníamos todo planeado. Nos íbamos a ir. Algún día, no muy lejano, nos íbamos a ir más allá de Merlo, más allá de Buenos Aires. Más allá de Uruguay. Lo hablábamos en los recreos, en las tardes que pasábamos en la pieza de alguna de nosotras, en voz muy baja. 
Por eso me cayó bien la invitación de la tía. Era una manera de empezar. Aquel domingo mamá nos despertó cargada de ansiedades. Nos íbamos a pasar el día al campo de la tía Elisa, pasando Pontevedra. La tía Elisa era la hermana mayor de mamá. Era como una madre de todos sus hermanos, pero mamá era su preferida porque era la menor y porque no había podido salir adelante. Cuando éramos chicos íbamos mucho a su casa, jugábamos con nuestros primos y andábamos con ellos a caballo. Hacía tiempo que le debíamos una visita. Mamá logró que fuéramos todos, y eso le alegró la semana. Iban mis hermanas Sandra y Araceli, que todavía estaban en casa, y Marcela, que había puesto una peluquería en el centro de Merlo y le gustaba mostrar su progreso y su divorcio. Marcela iba a ir con los mellizos. Leo y Mara tenían cinco años en esa época y me seguían a todas partes. Nada me unía a mis primos y mis hermanas me agobiaban, pero salir de Pontevedra era una manera de empezar.
Mis dos hermanos mayores también iban a ir al campo de la tía. Ellos vivían en Floresta y nunca venían a Pontevedra, supongo que les recordaba la peor época de la familia, cuando papá se fue y se quemó el techo de la cocina y mamá trabajaba por hora en Ramos Mejía. Recuerdo sus gritos cuando volvía a la noche, ellos tirados en la cama, mi comida sin hacer, la casa dada vuelta.

Aquel domingo cargamos comida y gaseosas, y llamamos a un remís donde apenas entrábamos. Los bolsos los pusimos en el baúl para tranquilizar a un chofer que insistía en descartar paquetes o pasajeros. Leo y Mara se peleaban sobre las rodillas de mis hermanas en el asiento de atrás. Me recosté sobre mamá, en el asiento de adelante. Para llegar a lo de tía tuvimos que cruzar el puente que separa nuestra ciudad de Veinte de Junio, un pueblo de quintas y campos chicos. Yo apenas lo recordaba. El arroyo, me di cuenta aquel día, era como un tajo. De un lado, nuestras casas bajas, nuestros colectivos y fastidios. El obrador de la autopista sin terminar, los asfaltos rotos. Del otro lado, un mundo verde pero también abandonado, de plazoletas y hamacas despintadas. "Cruzamos a La Matanza", dijo mamá. 


Cuando llegamos, Elisa se adelantó y abrazó a mamá con su cuerpo grueso y su delantal de harina. Nos quedamos mirándolas. Después la tía nos enharinó a todas. Elisa nos iba nombrando a cada una y se reía del paso del tiempo en nuestros cuerpos. Adriana siempre tan seria, dijo mientras me abrazaba. Pasen, por favor, pasen y pónganse cómodas. Entramos al comedor, donde nos esperaban su familia y algunas personas que no conocíamos. El tío Eduardo, mis tres primos, Javier, que los ayudaba en la quinta, y un vecino al que le decían Pity o algo así. Detrás de todos ellos apareció Alejandro, un amigo de mi primo más chico.
Alejandro nos saludó sin levantar la vista del piso. Tenía un buzo gris y una capucha que le tapaba la cabeza. La tía se la sacó riéndose y ahí nos miró. Llevaba una melena larga, renegrida, sobre una piel blanca y tirante, sobre unos ojos inmensos. Me senté a la mesa sabiendo que la tarde cobraba otro sentido. El se sentó en la otra punta y se puso a hablar con mis primos.
Después de un asado que duró una eternidad, llegaron mis hermanos con sus mujeres y sus hijos. Otra vez los vozarrones y los chistes del reencuentro. Cuando la digestión nos llamó a silencio, los varones se fueron a jugar al fútbol. Con esa excusa, todos buscaron algo que hacer. El tío se fue a dormir la siesta, las mujeres prepararon el mate y se sentaron al sol; yo aproveché para ir con los mellizos a ver el partido que se había armado lejos de la casa.
En un descanso, Alejandro se acercó corriendo para pedirme agua. Se recostó al lado nuestro, entrecerró los ojos y me preguntó donde vivíamos. Mandé a Mara a buscar el agua y respondí cada una de sus preguntas envuelta en escalofríos. El tajo de agua que nos separaba de Pontevedra se convirtió en un latido líquido entre mis piernas. Recuerdo las gotas de transpiración corriendo por su frente para caer por su oreja, su voz agitada, su cara al sol, el brazo cruzado cubriéndole los párpados. Un dragón que tenía tatuado sobre el pecho respiraba con él. Mientras prendía un cigarrillo, me contó que trabajaba en el Mc Donalds de Corrientes y Nueve de Julio. Supe que cada tarde, a las cuatro, recorría la diagonal Sur hasta llegar al bajo y que ahí se tomaba el colectivo para volver a su casa en Padua. La tarde se escurría con una velocidad alarmante. Hay días tan breves.
Cuando llegó la hora de la despedida, lo ayudé a levantarse para unirnos al resto. Recuerdo un desorden de primos y tíos y mujeres buscando sus cosas. Los mellizos lloraban su cansancio, mamá y la tía Elisa lloraban un adiós interminable. Pude distinguir el beso de Alejandro. Quise dejarle algún mensaje que pudiera entender, pero el dios de los adolescentes es cruel. Mi timidez dejó pocas pistas. El me sonrió levemente. Guardé esa imagen como se guarda un anillo.
El lunes, cuando desperté a mi rutina, tomé la decisión. Tenía que volverlo a ver, volver a sentir, terminar de sentir. Hablar con mis primos estaba descartado. La tía Elisa lo sabría enseguida y hablaría con mamá. Con mis hermanas no podía contar y las chicas no podían ayudarme. Además, no sabía cómo decirles que ya no quería escaparme a ningún lado. Mi lugar era aquella intimidad. Con el paso de los días, me di cuenta que solo contaba con una esquina y un horario. 
            

Una semana después, decidí ir a buscarlo. Empecé el mismo lunes. Desde ese día, salía de la secundaria en Pontevedra, me despedía de las chicas con cualquier excusa y me tomaba el 96 hasta Constitución. Estábamos terminando el bachillerato, las profesoras apenas se ocupaban de nosotras. Yo soñaba con entrar a la universidad y ser escritora, pero no lo decía demasiado. Mamá esperaba que su hija menor la salvara, y yo quería escapar también de eso. Para pedirle plata y sacarle el permiso, le hablé de unas becas del ministerio de Educación. No preguntó mucho, casi que era un alivio que yo volviera a casa al mismo tiempo que ella.

Lo esperé cada tarde. Muchas tardes. En diagonal Sur, de cara al Obelisco. Un jueves que llovía desde temprano, lo vi. Me invadió un terror primerizo. Alejandro no llevaba paraguas y yo me escondí en el mío. Tuvo que esquivarme para seguir caminando. Su paso dejó un rastro en el aire que me regresó a aquel domingo. Volví al otro día. Y al otro. Un día me atreví a saludarlo. Me miró con desconcierto pero al reconocerme me saludó como se saluda a un viejo conocido. Nos volvimos juntos a Merlo en una combi que salía del bajo. Durante el viaje le hablé de las becas del ministerio, una excusa que había perfeccionado con el paso de los días. No tuvimos mucho más de qué hablar. Su voz se iba apagando. Cuando llegamos a Padua tuve que despertarlo.
Al llegar a casa, decidí no ir más. Decidí no llevarme ninguna materia y recibirme lo antes posible. Decidí no anotarme en ninguna facultad ni en los cursos de la escuela de oficios ni en ningún lado. Decidí irme.
Cuando terminó el verano, la vida se hizo larga y tediosa. Un día de Semana Santa vino la tía Elisa a casa. Mamá, bajando la voz, le comentaba mi vida aletargada. La tía me llamó con su voz de matrona y me contó que sus hijos y Alejandro se habían ido de mochileros a Europa. Lo contaba con una risa nerviosa, ella apenas conocía Mar del Plata. Cuando se fue, busqué en la carpeta de quinto año los mapas con las capitales que nombraba.
Los años que siguieron no tienen importancia. Estoy en Budapest, en un bar que la guerra dejó en pie. Los bares aquí son tristes, pero escribo mejor en las ciudades y los bares que se parecen a mí. Todavía brillan las copas de absenta. Quizás aún la sirvan. He escrito a lo largo de todas las ciudades que atravesé buscándolos. En los años que tardé en llegar a este bar y esta mesa, los crucé tres veces. Construí casualidades en Barcelona, París y Praga para quedarme con ellos fumando o tomando cerveza. Cuando nos encontrábamos, Alejandro apoyaba su brazo en mis hombros o me pasaba su cigarrillo. Cuando tenía esos gestos, alcanzaba a ver el dragón bajo su camisa. Las tres veces nos despedimos sin arreglar nuevos encuentros, ellos no los necesitaban, yo no me animaba a pedirlos.
Un hombre que estuvo leyendo toda la mañana y que he encontrado estos días siempre en la misma mesa junto a la ventana se levanta y se acerca. Comenzamos una conversación trivial, le hablo en un castellano que a esta altura es una mezcla de todas las lenguas por las que viajé. Se ríe por eso. Escribe algo en el diario que lleva bajo el brazo y me lo acerca. “Tú es adorable”, leo.
Retengo con la cámara del celular esas palabras.  El hombre me hace señas para que me quede con el diario. Acepto, pero también me despido. Busco el cuaderno. Detrás de la ventana, el Danubio se abre como un tajo. Lo cruzaré esta tarde.