Con el correr del tiempo, lo
primero que buscaba era ese anuncio. Quería confirmar que estuviera allí, que
me esperara. Con los años, tuve a mano mapas y un globo terráqueo abollado que
me acompañaba desde la casa de la calle 21 en La Plata. La mudanza a Hudson, no sé
por qué, le había perdonado la vida. En las casas a las que nos vamos mudando
siempre queda una fuente, un pocillo de café, una cuchara de nuestros ocho
años. El globo terráqueo seguía allí, indiferente y dispuesto. Por alguna
razón, ese viaje se convirtió en una obsesión. Cuando lo comenté en casa, nadie
mostró interés. Podía ir sola, los chicos ya estaban grandes, y a Quique lo
aburrían las ciudades. Después de los 40, el mundo es una vereda ¿Por qué no?
Ni Inglaterra, ni España, ni
Francia. El Este. En los viejos cuentos de la tía Elda, aparecía la Riva del
Garda en el norte italiano que antes era Austria, recuerdo algún cuento con
soldados de la segunda guerra mundial. En los cuentos de mamá, una aldea polaca
en territorio ucraniano ocupado. En esa aldea, bajo una mesa de madera, cerca
de un horno a leña y a cubierto de la nieve, ella había cortado con unas
tijeras de podar las trenzas de su vecinita. Ese cuento tuvo muchas versiones,
las tijeras de podar y las trenzas rubias por el suelo estaban en todas.
Viena-Praga-Budapest era parte de esos escenarios. Viena
era las películas de Sissi y unos coches negros viajando a Salzburgo para
perseguir a la novicia Julie Andrews. Ella cantaba en los valles
que desembocan en la riviera norte del lago de Garda, la Riva del Garda que se
disputaron Italia y Austria. Praga era una puerta al este profundo. Unas nieves y unos bosques, y se llega a la frontera ucraniana. Lviv, Lutzk, Ternopil,
aquellas ciudades que conocí de boca de mi madre y de la baba quedaban tan cerca. Haciendo cálculos, se tarda menos que un viaje a a Mar del Plata.
Papá nunca nombraba Italia. Él nació acá, supongo que era por eso. La abuela Fanny era la que cantaba canciones tirolesas, pero se fue muy joven. La tía Elda, que era más grande que papá y recordaba más detalles, guardaba algunas fotos con los Alpes como fondo, pero ya estaba grande y apenas hablaba de esas cosas. Mamá hacía tiempo que había olvidado su casa bajo la nieve, y con la muerte de la baba ya no habló más en ucraniano. Las palabras se fueron de su boca. Las ciudades imperiales me ofrecían esos rastros familiares a un buen precio. Febrero sería un buen mes. En temporada baja, los pasajes y hoteles cuestan la mitad.
Cuando se acercaba el
momento de imaginar los pasajes entregados por un muchacho sonriente en una
agencia de calle Corrientes, el mate se volcaba sobre el blanco y negro de los
diarios. Se despertaba el primer hijo y comenzaban a sonar los ruidos de la
cocina. Los perros buscaban su comida o el pescador nos anunciaba una oferta de
merluza por los altoparlantes de una camioneta. Todo volvía a ser la calle 137,
los eucaliptus a través de la ventana. Había que podarlos, algún día se iban a
caer arriba de nuestras cabezas. Había que cortar el pasto, ya estaba demasiado
largo. Había que llamar al atmosférico, el olor del baño ya era
insoportable.
Cuando llegaban esas señales,
me despedía del anuncio y de los mapas hasta el domingo siguiente.
Viena-Praga-Budapest era lo último que leía antes de juntar los diarios,
limpiar la mesa, pelar las papas.
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