Se llevan como perro y gato. El
pibe que tira los cables me lo dijo ni bien entré al estudio.
Pero yo ya lo sabía. Miraba siempre el programa y era evidente que la
periodista jovencita odiaba al periodista viejo y canoso que comentaba las
noticias que ella presentaba.
Muchos políticos están más
confundidos que Warren Beatty el día de los Oscar, dijo ese día Cecilia, la
periodista. Se la notaba satisfecha con la comparación. Me parece que la
confundida sos vos, le respondió el periodista que se parecía a Mario Wainfeld,
aspirando su pipa. Nadie está confundido, siguió, son personas que responden a
intereses y actúan en consecuencia. Cecilia sonrió todo su odio y Luciano, el
conductor de Vamos que venimos,
acostumbrado a esas peleas sordas entre los dos integrantes del panel, pasó al
corte.
Ahí me pudieron presentar.
Yo estaba terminando la carrera de periodismo y era el primer día de mi pasantía.
Ayudar en la producción del único programa en vivo del canal de cable de la
ciudad era la oportunidad que había estado esperando. El canal era chico, tenía
solo dos cámaras y nadie era periodista de verdad. Todos parecían jugar a hacer
un programa, pero la gente los seguía y al otro día en el supermercado no se
hablaba de otra cosa. Algo iba a aprender de todo eso.
¿Qué es la adicción?, preguntó
Luciano, el conductor, en mi segundo día de trabajo. Cecilia se indignó por el
consumo de cocaína entre chicos de 12 años y Gómez, el que imitaba a Mario
Wainfeld, le preguntó si alguna vez había visto un papel o una línea. Cecilia
giró para mirarlo de frente, seguramente para insultarlo. Su pelo largo y
castaño ocupó todo el monitor. El conductor aprovechó ese plano corto. Pasemos
a un corte, dijeron sus dientes blancos y perfectos.
Cuando volvimos al aire, en la
pantalla apareció mi primer graph:
"Ciudad signada por catástrofes climáticas o desidia gubernamental?".
Gómez hizo una pausa estudiada y abrió el debate: una respuesta apresurada
sería: las dos cosas. Claro, lo interrumpió Cecilia, los vecinos están hartos y
reclaman limpieza definitiva. Wainfeld estrelló su pipa contra el suelo. Así no
sigo, dijo. Si Pérez Carlés sale de noche con esta minita, yo no tengo por qué
soportarla a la mañana. Se levantó de su silla alta con torpeza, se sacó
nerviosamente los cables del micrófono y se fue.
El pelo de Cecilia no se movió.
Los dientes de Luciano tampoco. Los ojos redondos y maquillados de los
dos se multiplicaron en los tres monitores. Todos esos ojos preguntaban qué
hacer. A ninguno le llegó la respuesta.
Pérez Carlés había estado
semanas atrás en la Universidad recibiendo su título de profesor emérito. Fue
ahí que prometió sumar a los mejores alumnos como pasantes en el diario y en el
canal, además de 25 becas de estudio. Fui el primero en anotarme para las
pasantías. Mamá siguió mi trámite con ese orgullo de las peluqueras. Le contaba
los avances a sus clientas, que exageraban su alegría debajo de los secadores
de pelo. Yo estaba terminando la
tecnicatura en periodismo deportivo y quería trabajar. En realidad, quería
demostrarle a mi familia que se podía trabajar de lo que a uno le apasiona, que
en mi caso son jugadores, campeonatos y pelotas de futbol. Cuando entré al
canal, hubo fiesta en casa. Vinieron las clientas de mamá, ruidosas como ella.
El dueño del canal donde va a trabajar Mario es Pérez Carlés, yo atiendo a la
señora, comentaba mamá esa noche mientras servía los sánguches de miga y yo me hundía
en el fondo del sofá.
Esa mañana, cuando Gómez se fue
del estudio, nadie supo muy bien qué hacer. Yo seguí mirando fijamente la
escaleta. Las pantallas fundieron a negro y apareció la señal de ajuste. De a
uno, y sin decir nada, salimos del estudio. Al otro día me dijeron que el
programa se levantaba. Me dieron un certificado con el logo del canal. Se lo
llevé a mamá, que estaba en la peluquería. Lo guardó en el cajón de los
ruleros. Después hablamos en casa, se despidió.
Unas semanas después volví a lo
mío: mirar las tablas de posiciones de todas las categorías del fútbol
profesional y del amateur. Me entretuve con los cálculos que los futboleros
admiraban. Roberto, mi vecino, se los mostraba a los clientes de su taller
mecánico. Siempre acertaba el campeón seis o siete fechas antes de que los
campeonatos terminaran.
Mamá no volvió a hablar de la
pasantía ni de Pérez Carlés. A Cecilia no la vi más. A Wainfeld tampoco. Nadie
volvió a hablar de ellos en el supermercado. Mamá insistió otra vez con que me
inscriba en la Tecnológica, recordándome que a los mejores alumnos los
contrataba Techint. Me comentó que lo había escuchado en la tele.
A veces, haciendo zapping, paso
por el canal local. Una locutora de acento neutro anuncia que "a las
embarazadas la recomendación es que consideren no viajar a las zonas en donde
haya circulación del virus del zika por el riesgo de malformaciones fetales.” Pérez
Carlés tendría que desayunar con Cecilia. Yo tendría que estrellar mi pipa, si
tuviera una, contra la vidriera de la peluquería. Pero eso no va a ocurrir. Ya
sé cómo termina este campeonato. Tengo los papeles para anotarme en la
Tecnológica. Roberto me avisó que necesita un ayudante en el taller.
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