miércoles, 5 de abril de 2017

Adorable




Con las chicas lo teníamos todo planeado. Nos íbamos a ir. Algún día, no muy lejano, nos íbamos a ir más allá de Merlo, más allá de Buenos Aires. Más allá de Uruguay. Lo hablábamos en los recreos, en las tardes que pasábamos en la pieza de alguna de nosotras, en voz muy baja. 
Por eso me cayó bien la invitación de la tía. Era una manera de empezar. Aquel domingo mamá nos despertó cargada de ansiedades. Nos íbamos a pasar el día al campo de la tía Elisa, pasando Pontevedra. La tía Elisa era la hermana mayor de mamá. Era como una madre de todos sus hermanos, pero mamá era su preferida porque era la menor y porque no había podido salir adelante. Cuando éramos chicos íbamos mucho a su casa, jugábamos con nuestros primos y andábamos con ellos a caballo. Hacía tiempo que le debíamos una visita. Mamá logró que fuéramos todos, y eso le alegró la semana. Iban mis hermanas Sandra y Araceli, que todavía estaban en casa, y Marcela, que había puesto una peluquería en el centro de Merlo y le gustaba mostrar su progreso y su divorcio. Marcela iba a ir con los mellizos. Leo y Mara tenían cinco años en esa época y me seguían a todas partes. Nada me unía a mis primos y mis hermanas me agobiaban, pero salir de Pontevedra era una manera de empezar.
Mis dos hermanos mayores también iban a ir al campo de la tía. Ellos vivían en Floresta y nunca venían a Pontevedra, supongo que les recordaba la peor época de la familia, cuando papá se fue y se quemó el techo de la cocina y mamá trabajaba por hora en Ramos Mejía. Recuerdo sus gritos cuando volvía a la noche, ellos tirados en la cama, mi comida sin hacer, la casa dada vuelta.

Aquel domingo cargamos comida y gaseosas, y llamamos a un remís donde apenas entrábamos. Los bolsos los pusimos en el baúl para tranquilizar a un chofer que insistía en descartar paquetes o pasajeros. Leo y Mara se peleaban sobre las rodillas de mis hermanas en el asiento de atrás. Me recosté sobre mamá, en el asiento de adelante. Para llegar a lo de tía tuvimos que cruzar el puente que separa nuestra ciudad de Veinte de Junio, un pueblo de quintas y campos chicos. Yo apenas lo recordaba. El arroyo, me di cuenta aquel día, era como un tajo. De un lado, nuestras casas bajas, nuestros colectivos y fastidios. El obrador de la autopista sin terminar, los asfaltos rotos. Del otro lado, un mundo verde pero también abandonado, de plazoletas y hamacas despintadas. "Cruzamos a La Matanza", dijo mamá. 


Cuando llegamos, Elisa se adelantó y abrazó a mamá con su cuerpo grueso y su delantal de harina. Nos quedamos mirándolas. Después la tía nos enharinó a todas. Elisa nos iba nombrando a cada una y se reía del paso del tiempo en nuestros cuerpos. Adriana siempre tan seria, dijo mientras me abrazaba. Pasen, por favor, pasen y pónganse cómodas. Entramos al comedor, donde nos esperaban su familia y algunas personas que no conocíamos. El tío Eduardo, mis tres primos, Javier, que los ayudaba en la quinta, y un vecino al que le decían Pity o algo así. Detrás de todos ellos apareció Alejandro, un amigo de mi primo más chico.
Alejandro nos saludó sin levantar la vista del piso. Tenía un buzo gris y una capucha que le tapaba la cabeza. La tía se la sacó riéndose y ahí nos miró. Llevaba una melena larga, renegrida, sobre una piel blanca y tirante, sobre unos ojos inmensos. Me senté a la mesa sabiendo que la tarde cobraba otro sentido. El se sentó en la otra punta y se puso a hablar con mis primos.
Después de un asado que duró una eternidad, llegaron mis hermanos con sus mujeres y sus hijos. Otra vez los vozarrones y los chistes del reencuentro. Cuando la digestión nos llamó a silencio, los varones se fueron a jugar al fútbol. Con esa excusa, todos buscaron algo que hacer. El tío se fue a dormir la siesta, las mujeres prepararon el mate y se sentaron al sol; yo aproveché para ir con los mellizos a ver el partido que se había armado lejos de la casa.
En un descanso, Alejandro se acercó corriendo para pedirme agua. Se recostó al lado nuestro, entrecerró los ojos y me preguntó donde vivíamos. Mandé a Mara a buscar el agua y respondí cada una de sus preguntas envuelta en escalofríos. El tajo de agua que nos separaba de Pontevedra se convirtió en un latido líquido entre mis piernas. Recuerdo las gotas de transpiración corriendo por su frente para caer por su oreja, su voz agitada, su cara al sol, el brazo cruzado cubriéndole los párpados. Un dragón que tenía tatuado sobre el pecho respiraba con él. Mientras prendía un cigarrillo, me contó que trabajaba en el Mc Donalds de Corrientes y Nueve de Julio. Supe que cada tarde, a las cuatro, recorría la diagonal Sur hasta llegar al bajo y que ahí se tomaba el colectivo para volver a su casa en Padua. La tarde se escurría con una velocidad alarmante. Hay días tan breves.
Cuando llegó la hora de la despedida, lo ayudé a levantarse para unirnos al resto. Recuerdo un desorden de primos y tíos y mujeres buscando sus cosas. Los mellizos lloraban su cansancio, mamá y la tía Elisa lloraban un adiós interminable. Pude distinguir el beso de Alejandro. Quise dejarle algún mensaje que pudiera entender, pero el dios de los adolescentes es cruel. Mi timidez dejó pocas pistas. El me sonrió levemente. Guardé esa imagen como se guarda un anillo.
El lunes, cuando desperté a mi rutina, tomé la decisión. Tenía que volverlo a ver, volver a sentir, terminar de sentir. Hablar con mis primos estaba descartado. La tía Elisa lo sabría enseguida y hablaría con mamá. Con mis hermanas no podía contar y las chicas no podían ayudarme. Además, no sabía cómo decirles que ya no quería escaparme a ningún lado. Mi lugar era aquella intimidad. Con el paso de los días, me di cuenta que solo contaba con una esquina y un horario. 
            

Una semana después, decidí ir a buscarlo. Empecé el mismo lunes. Desde ese día, salía de la secundaria en Pontevedra, me despedía de las chicas con cualquier excusa y me tomaba el 96 hasta Constitución. Estábamos terminando el bachillerato, las profesoras apenas se ocupaban de nosotras. Yo soñaba con entrar a la universidad y ser escritora, pero no lo decía demasiado. Mamá esperaba que su hija menor la salvara, y yo quería escapar también de eso. Para pedirle plata y sacarle el permiso, le hablé de unas becas del ministerio de Educación. No preguntó mucho, casi que era un alivio que yo volviera a casa al mismo tiempo que ella.

Lo esperé cada tarde. Muchas tardes. En diagonal Sur, de cara al Obelisco. Un jueves que llovía desde temprano, lo vi. Me invadió un terror primerizo. Alejandro no llevaba paraguas y yo me escondí en el mío. Tuvo que esquivarme para seguir caminando. Su paso dejó un rastro en el aire que me regresó a aquel domingo. Volví al otro día. Y al otro. Un día me atreví a saludarlo. Me miró con desconcierto pero al reconocerme me saludó como se saluda a un viejo conocido. Nos volvimos juntos a Merlo en una combi que salía del bajo. Durante el viaje le hablé de las becas del ministerio, una excusa que había perfeccionado con el paso de los días. No tuvimos mucho más de qué hablar. Su voz se iba apagando. Cuando llegamos a Padua tuve que despertarlo.
Al llegar a casa, decidí no ir más. Decidí no llevarme ninguna materia y recibirme lo antes posible. Decidí no anotarme en ninguna facultad ni en los cursos de la escuela de oficios ni en ningún lado. Decidí irme.
Cuando terminó el verano, la vida se hizo larga y tediosa. Un día de Semana Santa vino la tía Elisa a casa. Mamá, bajando la voz, le comentaba mi vida aletargada. La tía me llamó con su voz de matrona y me contó que sus hijos y Alejandro se habían ido de mochileros a Europa. Lo contaba con una risa nerviosa, ella apenas conocía Mar del Plata. Cuando se fue, busqué en la carpeta de quinto año los mapas con las capitales que nombraba.
Los años que siguieron no tienen importancia. Estoy en Budapest, en un bar que la guerra dejó en pie. Los bares aquí son tristes, pero escribo mejor en las ciudades y los bares que se parecen a mí. Todavía brillan las copas de absenta. Quizás aún la sirvan. He escrito a lo largo de todas las ciudades que atravesé buscándolos. En los años que tardé en llegar a este bar y esta mesa, los crucé tres veces. Construí casualidades en Barcelona, París y Praga para quedarme con ellos fumando o tomando cerveza. Cuando nos encontrábamos, Alejandro apoyaba su brazo en mis hombros o me pasaba su cigarrillo. Cuando tenía esos gestos, alcanzaba a ver el dragón bajo su camisa. Las tres veces nos despedimos sin arreglar nuevos encuentros, ellos no los necesitaban, yo no me animaba a pedirlos.
Un hombre que estuvo leyendo toda la mañana y que he encontrado estos días siempre en la misma mesa junto a la ventana se levanta y se acerca. Comenzamos una conversación trivial, le hablo en un castellano que a esta altura es una mezcla de todas las lenguas por las que viajé. Se ríe por eso. Escribe algo en el diario que lleva bajo el brazo y me lo acerca. “Tú es adorable”, leo.
Retengo con la cámara del celular esas palabras.  El hombre me hace señas para que me quede con el diario. Acepto, pero también me despido. Busco el cuaderno. Detrás de la ventana, el Danubio se abre como un tajo. Lo cruzaré esta tarde. 






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