sábado, 28 de julio de 2018

Peces y humedades

El pez no se sabe húmedo ni mojado. Él es y existe mojado.
De qué estaremos humedecidos nosotros, de qué estaremos mojados.
Qué es lo que no sabemos.
Qué vida nos estamos perdiendo.
Qué respuesta a todas las preguntas nos rodea, inalcanzable.







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martes, 17 de julio de 2018

El polvo de las tizas


Aprendí a escribir cuando elegí, finalmente, dónde hacerlo. Elegí 1982, el año de la derrota. Y un aula pintada de celeste brillante, a prueba de manchas, con rejas en las ventanas que asomaban a un patio y un mástil y una calle. Me paré frente al pizarrón con una tiza blanca. Escribí mi nombre. Me gustan las tizas nuevas, enteras, sobre pizarrones negros recién pintados. 1982 estaba lleno de esos pizarrones. 1983 los dejó de usar, prefirió los de fórmica. Todavía conservo el borrador de franela azul relleno de lana de aquellos días. Lo prefería a los borradores de madera que caían estrepitosamente dejando huellas blancas y rectangulares De esos borradores tampoco quedan tantos, porque los pizarrones se están extinguiendo.

En las aulas que habito los sábados a la mañana quedan algunos. Limpio la madera despaciosamente, como entonces, mientras llega un puñado de estudiantes y se enciende el sonido metálico de las envolturas de caramelo. Por la ventana se desploma el cielo de Lanús, se quiebra la tiza con la que escribo y flota ese polvillo seco, sediento, imposible. Me rodea entonces una bruma conocida, girando en espiral. El vértice me señala la hondura del pizarrón, la madriguera del conejo, entonces ese aula es aquella más pequeña de la escuela 27, en Berazategui, con osos de cartulina, cuadernos apilados y ese olor a sangre y frigorífico.

De pronto, un avión a chorro traza una línea perfecta e inmóvil y entonces los chicos se suben sobre las sillas metálicas, trepan a las mesas, porque un avión es un avión y una guerra es una guerra. Soy maestra de ese polvo que cae sobre mi cabeza como la nieve caerá algún día, muchos años después, imperceptible lluvia de cal mojando el guardapolvo y las vacilaciones. Los mejores días escribo con tizas amarillas y rosas. Remarco las letras con pulso de dibujante y los chicos copian ese trazo recostadas las cabezas sobre el brazo. Me pregunto cómo pueden escribir así. Escribo mi nombre y el de ellos, el día de la semana y Las Malvinas Son Argentinas. El olor a lápiz y a Cristian hoy tampoco vino, señorita. Me detengo un instante frente al avión a chorro. Imagino ese viaje. Enseguida vuelvo a los cuadernos y escribo excelente felicitaciones porque eso lo puedo regalar y lo regalo. Abro el registro y digo Cristian ausente. Tres puntos suspensivos, dicto, y se deslizan las lapiceras. Nadie habla.

Voy a la sala donde Elena nos vende Avon. Ninguna maestra sabe. Ninguna quiere saber. Escribo con mis zapatillas el camino a la casa de Cristian. Me siguen cuatro o cinco chicos con ocho versiones de la novela. Que la mamá se fue cuando tuvo al tercero. Que se llevó sus cosas. Que el papá es un hijo de puta. Que la abuela que es la mamá del papá los odia y los rajó a la mierda. Golpeo mis palmas y escribo buen día y sale la abuela y sospecha y se defiende y se limpia las manos en el delantal también escrito, todo escrito. La maestra ahí parada no es buena señal. Se fueron, me dice, escribe. Una gallina sobre el horno de barro levanta la cabeza, telescopio atento y calibrado. Ustedes, los guardapolvos, no son de aquí. Entonces nos vamos. Se cierra la puerta de alambre tejido. Cruzamos la zanja y me invade ese olor a 1982.

Cristian y Lidia y los dos bebés están, en ese momento, en Retiro. Lidia sube sus dos bolsos y sus dos bebés al tren y arrastra a Cristian del brazo, y Cristian no sabe dónde queda Misiones y el tren lo llevará tan lejos que prefiere saltar y quedarse y Lidia grita y el tren arranca. Así que Cristian vuelve. Lo veo llegar y buscar su banco pero no trae útiles ni guardapolvo y su ropa está tan sucia que nadie se atreve a mirarlo. Nadie habla, nadie escribe. Que pasó, Cristian. Nada, señorita. Escribo con las manos una cama tendida en el suelo de mi casa, escribo ropa prestada y agua caliente  para que se bañe y cuente. Cristian cuenta. Escribe.

La escuela se quedó ese día y para siempre sin tizas. Yo también me bajé del tren, porque lo que escribíamos allí no lo salvaba a Cristian de nada. Esa noche inventé una sopa de papas y zanahoria. Recorrí un camino de liendres, las fui matando una a una en la cabeza de Cristian y en la mía. La uña apretada contra el cráneo, la pequeña explosión, hay que escribir todo de nuevo, pensé, pero tengo que inventar las letras, los acentos, los renglones. Nada es como me dijeron. Nada.

Nunca más me puse un guardapolvo. Busqué el avión de aquella ventana al cielo y escribí un trámite. Lo logré, finalmente. Me dieron dos pasajes gracias a que 1983 no preguntaba todavía sobre menores que volaban sin padres. Busqué un barrio en Posadas cerca de un río. Una hora después, Lidia abrazaba a Cristian. La sopa de mandioca y zapallo me resultó demasiado dulce, pero agradecí la fiesta.

En el pizarrón de este siglo, escribo mi nombre y el día. Bajo un polvillo conocido se asoma el conejo. Me guiña un ojo y me llama a su túnel, entonces cae la piel y la placenta, escribo Cristian y conozco el mundo.





sábado, 14 de julio de 2018

PROYECTO PARAISO

Quiero un paraíso sin infiernos
pero con alguna quebradura.

Con ramas cargadas de fruta hasta romperse
a las que haya que oponer sostenes.
Que pueda revivir quien exagere.

Quiero un cielo de pesados nubarrones
un paisaje que no despierte elogios.
Quiero leer los libros que la astucia
siga robando a los saldos de Corrientes.

Que se seque la flor en los jarrones
/así es más imponente la hermosura/
Dudar sin temor ni obligaciones
del dios que me retiene y me perdura.

Quiero estirar la mano y encontrar
la frazada que me cubra
/que la distancia a la tibieza/
/sea sólo la de un brazo/

Sufrir con ganas y sin explicaciones
los amores de Andreíta por la tele.
Que esa sea la única medida
de todo lo que duela: una fisura, una grieta, una hendidura.
El otro dolor sí, será la tierra.

Un pibe insultando por teléfono
apellidos robados a las guías.

Un salado maní y un vino de primera
para todos los borrachos que acompañen
la fiesta eterna.

Saltar sin temor a los andenes
desde trenes que irán a las ciudades.
Eso sí: sin arrancar carteras
porque habrá en cada bolsillo
un fajo de billetes infinito inacabable.
Un salto porque sí. A salvo de fracturas.
El riesgo será sólo un rasguño.

Hacer amores de cualquier manera
sin edades en las que no se pueda.

Será la fiesta de todos los vencidos.
Será aquello que fue y no lo pudimos.
El diablo meterá su cola y dios simulará no haberlo visto.

Espiar todas y cada cerradura.
Dormir sin relojes y sin culpa.
Todo esto, con vos, yo lo edenizo.

Y si no es así como yo digo
y si para equivocarse no hay permiso
y si ni siquiera entonces elegimos
habrá que inaugurar un paraíso.

City Bell, 1993.