El físico austríaco von
Kotsch, en los laboratorios que dedicaban sus esfuerzos a la Gran Guerra , construyó accidentalmente una lente infinitamente poderosa. La adaptó a su microscopio
pero no le gustó lo que vió: en el sistema orbital de los átomos, colores y
formas infinitesimales reproducían con exactitud a Marte, a Júpiter, a la Tierra , a satélites y
estrellas. Los movimientos, a velocidades proporcionales a los micrométricos
tamaños, respetaban los ritmos planetarios alrededor de núcleos atómicos a
manera de soles.
Adaptó otra lente con la que pudo
observar a los seres millonésimamente humanos que habitaban una Tierra en
miniatura.
Y construyó otra lente, con la que pudo
estudiar las partículas atómicas, por llamarlas con alguna convención, del
cosmos que acababa de poner en evidencia. Allí también se esmeraba un
completísimo, pequeñísimo sistema solar.
Decidió destruir las lentes, y no pensar
en un probable y gigantesco cristal que pudiera estar observándolo. Prefirió creer
que somos únicos.
(Relato reconstruído a partir de las
anotaciones de laboratorio del doctor Elmer von Kotsch, escritas entre 1915 y 1917.
Aún hoy no se han logrado lentes con las dioptrías y las características que el
físico señala, por lo que se presume que todo ha sido la elucubración de una
mente desvariada, que justificó así el tiempo que no usaba en diseñar
materiales bélicos).