jueves, 16 de agosto de 2018

POSTRE UCRANIANO

Un pasaje. 
Ocho huevos recogidos por Natasha. 
Una taza de azúcar. 
Leche recién ordeñada. 
Un billete de un dólar en una carta de 1950. 
Un pincel de plumas para pintar los nalesnikes con manteca. Uno por uno.
Dos tazas de mañana bien temprano. 
Una tía, sus disgustos y sus indicaciones. 
Tiempo detenido. Tiempo repetido. 
Un fuego lento, lentísimo, que derrita la manteca, el dólar, las indicaciones.
Una mesa y su hule de plástico y margaritas.

Unos vasos pequeños de cristal limpio, para servir con vodka, sin atenuantes.


Un pasaje
Después de los 40 años miramos desesperadamente hacia atrás.
J. Cortázar

Era un viaje por el oscuro país del calor de la estufa.
W. Benjamin


Tengo que iniciar el viaje en esta estación. Un invierno que apenas recuerdo. Comprar mi boleto cuando los coquitos de eucaliptos desprenden sus vapores sobre la estufa a kerosene y mamá llegando. Después de los 40 años, todo viaje es hacia atrás.

La estufa está cerca del teléfono, donde mamá pasa largas horas hablando en ucraniano con su madre en Berisso. El papel amarillento que dice Voronchin está siempre allí, en esa mesa del teléfono, en el cajón que asoma debajo de la carpeta de crochet blanca.  Está escrito con su letra redonda, como recién salido de un cuaderno de caligrafía. Allí dice Lena, su nombre es lo único que tuve de mi tía por mucho tiempo.

Mamá discute con la baba sobre el viaje de mi abuelo. 1972 levanta su muralla de guerra fría y el abuelo está decidido a traspasarla. Ella teje bufandas y medias afiebradas, dispuesta a acabar con todo el frío de Siberia. Lo que planean o discuten es para mí tan lejano como el eucaliptus del que alguien recogió estos coquitos, en Brandsen o Chascomús. En este invierno de 1972 todo es perfume. Recuerdo el humo de una fogata de domingo, la botella de kerosene en la espalda de la estufa que apenas calienta baldosas cercanas, ese vapor narcotizante y conocido que un día me abandonó.  

El pasaje que me llevó a la baba, a mi abuelo, a mamá y a Lena, tardó cincuenta años en llegar.

(Las bufandas y las medias quedaron en la aduana. No llegaron. Llegaron las medias y bufandas que pasaron del cuerpo de mi abuelo a los cuerpos lejanos. Mi abuelo omitió las aduanas de Lenin, claro. Ya le pondré palabras a este entuerto de 50 años. Mama tejiendo siempre, para todos, a dos agujas, con la Knitax, con nosotras alrededor, y una frontera que no podía traspasar).

Ocho huevos recogidos por Natasha
Natasha es la hija de Ruslana, que cuida a Lena. Tiene cinco años y la muñeca que acabo de regalarle está entre sus brazos. Ella me mira, me huele, soy una tierra extraña. Todo lo que desconoce del mundo está parado frente a ella y soy yo. Los leños que crepitan en el pitch supuran una resina que no conozco. La chiquita me alcanza los huevos que Lena necesita para los nalesnikes. Mientras la tía bate la leche con los huevos, Natasha asoma su nariz sobre la mesa y se queda como yo, quieta, aprendiendo lo que siempre será. Las yemas son anaranjadas, entonces recuerdo el cajón de madera que llegaba del mercadito y los huevos manchados de caca de gallina, las yemas casi rojas, redondas, pequeñas. Este silencio y este naranja chillón mezclándose en espiral con la leche se parecen a aquella cocina de mamá preparando panqueques de dulce de leche, pero aquí la dulzura es blanca. Lo tostado se quedó en América.
Natasha decide seguirme a cada rincón y recorre conmigo todos aquellos días. Toda la aldea. Unas semanas después, nos despedimos como si yo regresara enseguida, pero no la vi mas. 
Ya debe rondar los diez años, y su padre acaba de pegarse un tiro.
Quisiera escribirle en el idioma que nunca fue inventado.

Billete de un dólar
Mi abuelo tenía una idea del dinero que nunca pude refutarle. El dinero era la cosa más bella del mundo. Se podía morder, tocar, pesar, mandar en cartas. Esa burla a la estafeta postal lo divertía muchísimo, allí la KGB no llegaba y los policías de este continente tampoco.

Cuando mandaba cartas a la aldea, especialmente cuando le escribía a Lena, ponía billetes dentro de la carta, envolviéndolos cuidadosamente. Era una ceremonia lenta. La conocí en sus últimos años, ahora sé que la repetía cada mes desde que había llegado.

Cuando me encontré con su billete escondido en una carta de 1950, caí bajo el peso de todos los billetes del mundo. Ese billete era un sagrado misterio, una memoria, y así se lo conservaba. Una alcancía invisible de días de guerras y alucinaciones estallaba frente a mí. La seguridad de mis mayores rota en mil pedazos, un pobre papel.

Mamá decía que había vendido las bufandas y las medias. Ahora lo sé. Usó su fama de amante del dinero para salvar a Lenin. Lloré despacio. No supe explicar que por qué el billete era un rayo partiéndome los huesos, el rostro del amor mismo. Volveré sobre estos pasos.


Como si se pudiese elegir en el amor, como si no fuera un rayo que te parte los huesos. Julio Cortázar



2 comentarios:

  1. Receta para un postre ucraniano... y una vida feliz. Como la que tuve (¿tuvimos?)hasta hace muy poco. Debemos recuperarla como la recupera esta poema al evocarla, al convocarla. Luchemos, tenemos todo el pasado por delante. Digan lo que digan.Grande Claudia.

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  2. en la parte donde dices "la seguridad de mis mayores por un pobre pedazo de papel" lo interpreto como que nos hacemos mucho lío por el dólar y no por si los jubilados reciben la plata que merecen cuando más la necesitan para cubrir sus costes médicos como consultas y medicamentos

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