jueves, 2 de enero de 2020
Las Palabras y los Días
Todo lo que fui escribiendo por acá, se transformó en Las Palabras y los Días. Los invito a navegar:
martes, 25 de septiembre de 2018
La noche de la reina
De cuando Patricia recuerda la noche de noviembre del ochenta y dos en la que se festeja el Centenario. De lo que vive y siente aquel día. De algunos hechos y sus curiosos protagonistas.
El día del Centenario. La plaza colmada desde muy temprano y los funcionarios purgando agradecimientos, números musicales, flores, medallas. Felicitaciones, señor gobernador. Una bendición, monseñor. El premio Centenario en las patas de los caballos del hipódromo. La inauguración del reloj solar con el perfecto cien dibujado en barras luminosas. Invitados famosos recordando que nacieron aquí alguna vez.
Cien velitas de caño escuálido en el cantero central de la plaza Moreno, esmerándose por sonreír.
El día se desliza por carriles livianos. Una multitud espaciosa se sumerge en galas callejeras, bebidas al paso y dulzores calientes de garrapiñada.
Recostada en una esquina de la plaza, maquilla sus últimos detalles la torta descomunal que realzara la fiesta con su generosidad de porciones. Mariela y yo dejamos a Jorge en calles tranquilas por que queremos acercarnos y verla.
Es un delirio tal vez irrepetible: un bizcochuelo gigante, salpicado de hormigas, decorado a duras penas, que nos dibuja.
Los muchachos de ceremonial y protocolo lo han previsto: vallas y policías almidonados nos parten en dos a curiosidad. Desde la frontera impuesta con buenos modales solo se distinguen las corridas de un hombre que reparte gritos y afonías, urgido por los ornamentos nupciales de la reina pastel que protagonizara la obra cumbre. En las entrañas de la torta repartida en tablones y partida en pasillos, decenas de pasteleros preguntan al panadero en jefe cientos de detalles. Bajo una carpa que previó nuestras eternas humedades, ellos decoran con su manga y el controla en su reloj la cuenta regresiva que lo separa de momento en que debe descuartizar a a vedette. Al fin la vemos. Blanca, lívida, atiborrada de mínimos palacios, dulce maqueta de la ciudad. Su dueño da indicaciones a los policías, a los pasteleros, a los pibes que quieren colarse por los huecos que dejan las vallas. Aun no ha terminado de vestirla y es una impudicia lo que esta sucediendo.
Se nota, apenas, algún desorden. Velada preocupación. Infiernos cruzados miradas como cuchillos entre los encargados de ceremonial y protocolo y la asociación de panaderos. El tiempo escurriéndose en cascadas violentas. Como imaginar que allí, en el termino de pocas horas, van a formarse ordenadas filas de ciudadanos recibiendo su agnóstica comunión civil. El pobre panadero decide finalmente desentenderse del naufragio de los hombres y ataja hormigas antes de que trepen al tul de merengue: las deshace entre el indice y el pulgar.
...el secretario del Jockey Club, el Rector de la Universidad Nacional, el Fiscal de Estado, el prosecretario del Jockey Club, el director de Lotería de la Provincia, el Vice-Cónsul de España, el Director General de Hipódromos, el Cónsul de Francia, el Presidente de la Comisión Cultural y Científica del Jockey Club,...
Y las hormigas. Calladas. Insistentes. Fanáticas buscadoras del dulce de leche. A ellas no les asusta la muerte súbita. Y vuelven a trepar.
Un huracán se agolpa contra las vallas. La gente se enfervoriza frente al único show que quedo en la plaza al anochecer. Los números artísticos han pasado y la torta parece guardar una catástrofe inminente. Algo va a estallar junto a ella.
Y las hormigas. Ningún insecticida las detiene. Ninguna valla es tan minúscula como ellas. Mariela. Jorge. Yo. Los que no cenamos esa noche en la velada del Jockey Club. Los que no cenamos esa noche en ningún lado, esperando fuegos artificiales y torta regada con el champan que añejó cien años la piedra fundacional bajo la historia. Queremos probar. Brindar. Comer. Queremos ver.
Un murmullo recorre la marea humana. En oleadas llega hasta nosotras la noticia del inicio del reparto. Entonces se arma. A los empujones Mariela y yo nos abrimos paso y a los gritos, despejamos estorbos. Una tozudez de insectos. Una clarísima convicción. Hay que comer de esa torta.
Los policías se dedican a lo suyo, tratando de frenar a los forajidos que no esperan que no forman filas que quieren clavarle los dientes a la monumental obra de la pastelería vernácula, el plano de la ciudad perfecta. y nosotros nos dedicamos a lo nuestro, tocarla, morderla, abarrotarnos de dulzura prometida.
La cana entra a dar con esmero y modela golpes a la altura de los acontecimientos. La guerra sucia tuvo estos vericuetos: defender una torta no es para iniciados.
Pero no. No es tan fácil. No somos los mismos. Hemos llegado al diecinueve de noviembre cargando un año extraño. Mariela planea un casamiento que parece un juego. Jorge, flamante veterano de guerra de diecinueve años, flamante empleado público, con esa mirada ausente que lo acompañará hasta el final. Y yo, flamante desertora de abogacía que no sabe como seguir la historia.
Flamantes guerras. Flamantes desaparecidos. Flamante sensación todo se ha detenido aquí / y hacia adelante hacia atrás no hay nada/ ganar y perder es la misma cosa / y quien sabe esta urgencia/ sea la ultima.
Con qué cargarán los otros, que tampoco tienen miedo.
Mariela y yo nos lanzamos a saltar barreras, a subir, a trepar, a sentir bajo nuestros pies la inmensa piel azucarada de la ciudad.
No lo podemos creer.
Allí abajo, el panadero nos grita vaya una a saber qué, mientras nuestras manos se hunden en un barro dulce y pegajoso del que arrancamos caóticas porciones para alimentar a la muchedumbre.
Nuestra mirada de gigantes registra el museo, los pinitos del bosque, la avenida, el león en su jaula del zoológico y que no puede escapar, las callecitas rectas, la perfecta armonía, la calle cuarenta y ocho, la municipalidad de merengue,
... el Cónsul de Noruega, el Cónsul General de Italia, el secretario de la comisión de Carreras del Jockey Club de la República Oriental del Uruguay, el vocal de la comisión Revisora de Cuentas del Jockey Club...
La casa de gobierno al sambayón, la catedral chocolatada, la plaza Moreno dentro de la plaza Moreno, donde minúsculas criaturas que parecen hormigas pero que quizás son nosotros mismos, trepan y se aplastan unas a otras, tratando de refugiarse del rigor insecticida de los últimos días.
Un minuto después, la torta recibe a muchos otros y se desdibuja la ciudad bizcochuelo para siempre. Ya no es posible volver a verla. Y comienza otro juego, apuntar directo a los ojos, a los gritos, a los culos, y lanzar proyectiles para que llueva almíbar sobre cientos de cabezas. Nadie es experto en patinaje sobre torta, así que para todos es un aprendizaje enriquecedor, inútil e irrepetible.
Mariela prepara una inmensa bola de pasta que le dedica al panadero gritón con una puntería que le desconozco. Los patrulleros se llevan algunos detenidos, creo que con nosotras no se atreven por que no saben de donde agarrarnos sin pegotearse con dulce de leche. De los parlantes brota una marchita militar. Y las hormigas. Siguen. Trepando. El tul.
El organizador se sienta a llorar como un chico, se apoya en caballetes caídos y un policía lo consuela abanicándolo con una pared de la legislatura. Con el brazo intenta limpiarse los mocos que se le enredan en el bigote.
Nada sobrevive. Gente que supo esperar la consumación de la batalla campal pasea su curiosidad por los lugares que media hora antes estaban prohibidísimos. Mirá las hamaquitas de plaza Moreno, la torre municipal, y estos para mi que son soldados del regimiento siete. Se sientan sobre el pasto sobrevivido a comer la porción que supieron conseguir. Nadie se preocupa por la nueva invasión de hormigas, que esta vez alivia el trabajo llevando a las entrañas de la tierra miles de migas imposibles de barrer. Ellas son así. Imperturbables. Están cuando las matan y cuando las ignoran. Quien piensa ahora en el hexacloro. Y el merengue. Desaparece. Minúsculas bolitas sobre sus espaldas. Lo lograron.
Con Mariela amanecemos allí. Supongo que jorge, conocedor de otras guerras, privilegió su cama a todo y por eso lo perdimos de vista. Ningún tablón ha quedado en pie y el techo circense que cubría la torta es ahora una rústica alfombra para los que duermen históricas borracheras del centenario. Las vallas han negociado su vertical dignidad por una mas cómoda inercia horizontal y aportan inútiles lineas rectas del paisaje.
Busco en el diario de siempre vestigios del escándalo y no encuentro mas que una humilde mención de contusos y asfixiados que no empañan el brillo. Nadie nota que han volado por el aire diplomas universitarios, rifles oxidados, carnets vencidos del club de niños felices.
Como me gustaría, en esta exacta tarde, pedirle a aquel panadero soñador de fastuosidades que imagine otra torta igual, gigantesca, desproporcionada. Como me gustaría buscarlo y agradecerle una ciudad servida en bandeja.
Quisiera otra vez. Celebrar. Algunos inconvenientes. Algunas vicisitudes. Algunas cuentas pendientes. A los tortazos limpios.
Con tozudez de hormiga trepándose sin pudores al tul de la ciudad a medio vestir.
... se encontraban, asimismo, en otras mesas, Margot Pelucci, Dardo Pelucci, Sebastian Peláez, Juan Diaz Irribarren, Ruth Galatti, Amanda D' Anunzio, Dominga Demetri, Isolina Sanpietro de Pasetti...
La ciudad cumple cien años: el gobierno bonaerense crea la Comisión del Centenario.
Al término de la reunión que ayer realizo el gabinete de la provincia, se informó que fue aprobado el decreto de creación de la Comisión del Centenario de la Ciudad, que tendrá a su cargo la programación de los festejos a cumplirse en noviembre próximo.
La comisión quedo integrada de la siguiente manera: presidente: Señor gobernador; miembros honoríficos: Presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Provincia, Arzobispo de la Arquidiócesis, Comandante de la Décima Brigada de Infantería Mecanizada, Director de la escuela Naval Militar, Rector de la Universidad Nacional; miembros ejecutivos: Ministros Provinciales e Intendente Municipal. El cuerpo quedó facultado para actuar todo lo que estime necesario para dar mayor realce al homenaje.
El Día, 12 de enero de 1982.
La torta del Centenario
"Las hormigas empezaron a salir de todos lados, de los canteros cercanos a la carpa. Al principio nos entró la desesperación pero después las controlamos con insecticidas con agua. Ahora no hay peligro."
Una imprevista invasión de hormigas atraídas por los 1.500 kilos de dulce de leche alteró las tareas programadas. "Después tuvimos que cambiar el merengue porque no era lo suficientemente duro y se nos caía la estructura. Le pusimos otro tipo de azúcar, más o menos 1.000 kilos, y con eso solucionamos el problema."
Por su parte, la comuna hizo saber que el reparto de las porciones será gratuito a toda la población. En ese sentido, el presidente de los panaderos pidió que "por favor nadie compre bonos para comer la torta como sé que han estado vendiendo por allí. La torta es un regalo para nuestra ciudad y lo que se regala no se cobra."
Mucho público se acerca a la baranda detrás de la cual trabajan los panaderos. Éstos cuentan con la inestimable ayuda de una panadería ambulante instalada en un camión.
Todos sonríen bajo la carpa impregnada con dulce de leche. "Alguna gente nos pregunta por qué no hicimos otra cosa, no repartimos pan y lo demás. Esto nos enoja un poco. Todo el sobrante, es decir los recortes de los bizcochuelos _ la torta tiene la forma del plano de la ciudad__ son llevados diariamente a instituciones de bien publico. Además, la torta es de todos, ya lo dijimos."
"Yo estuve averiguando __agrega el secretario de la Asociación de Panaderos__ y solo tengo conocimiento de una torta similar hecha en el festival de folklore de Salta. Esa torta fue armada con escaleras pero en su interior era de cartón. En Alemania se hizo una torta gigante pero tenia nada mas que seis mil huevos, me parece que la nuestra es la más grande del mundo. Es nuestro orgullo darle a la ciudad un regalo de cumpleaños único."
Los 4.500 kilos de torta descansan sobre las mesas que la forman. Los panaderos trabajan con apuro, controlan las hormigas y miran el cielo. "Esperemos que no llueva. No, no va a llover, seguro", nos comentan.
El Día, 18 de noviembre de 1982
Fragmento del discurso que pronuncia Reynaldo Benito Bignone durante la mañana de aquel memorable 19 de noviembre de mil novecientos ochenta y dos, mientras cae del cielo la bolsa, cuando impacta a treinta metros del palco oficial.- Del azaroso destino de la cabeza de Benito, que se salva por treinta mil providenciales milímetros.- De las cajas de plomo enterradas durante cien años y de la prolija exhumación realizada por el mismo Benito, una vez a salvo de su cabeza.
"...Rindamos homenaje al espíritu de la fundación.
Que esta evocación, con su profundo contenido, sirva de fuente de inspiración para el presente.
Quieran los argentinos interpretar en ella la imperiosa necesidad de que todos juntos seamos activos protagonistas del proceso de transición que nos toca vivir para cimentar la definitiva unión y el lanzamiento del país.
Permita el Señor que se iluminen nuestras mentes, se apacigüen loa ánimos y disminuyan los rencores con cristiana resignación, para que la reconciliación de la familia argentina sea muy pronto una realidad concreta..."
Un pequeño accidente
Una bolsa de polietileno llena de flores cayó accidentalmente sobre la plaza en momentos en que el general Reynaldo Benito Bignone, presidente de la Nación, decía su discurso.
La idea era que las flores llovieran sobre la multitud, pero al parecer quienes tenían la misión de arrojarlas desde un helicóptero perdieron el pesado paquete. Un largo y profundo "Uuuuuuh" acompañó la caída de la bolsa que, por suerte, cayó a treinta metros del palco oficial, sobre un cantero de césped.
El Día, 20 de noviembre de 1982
El vecindario se congregó para la exhumación oficial
En el marco de un luminoso día de sol, se realizó al mediodía la exhumación oficial de la piedra fundacional.
La plaza se encontraba colmada de vecinos y autoridades.
Los dones fundacionales -la redoma de cristal, las medallas, la caja donde estuvo guardada desde 1882 la plancha de mármol de Carrara piedra fundamental de la ciudad-- se encontraban cubiertos por una bandera argentina contenidos en una bandeja de cedro forrada con pana roja construida los días previos por carpinteros municipales.
A las doce cuarenta y tres, el Presidente de la Nación, el Gobernador, el Intendente y el Ministro del interior, descubrieron los dones del Centenario, concretándose así la exhumación de la piedra fundamental, exactamente un siglo después de su colocación por los fundadores. Un prolongado aplauso de los asistentes se confundió con los sones marciales del regimiento Siete de Infantería, mientras una salva de morteros aturdía el ámbito de la plaza.
En el interior del recinto especialmente levantado en el centro de la plaza se veía también la urna de plomo que durante un siglo encerró los objetos de la fundación.
El Día, 20 de noviembre de 1982.
El helicóptero. Las flores. La exhumación del cadáver, digo, de la urna de plomo. El mármol de Carrara. El helicóptero perdió su pesada carga. Uuuuuuh. Flores. La exhumación de Bignone. Uuuuuuh. Medallas. La pesada carga la pesada exhumación las pesadas flores.
Cruzan el aire helicópteros cargando flores que no son desapercibidos, cruza la tierra Bignone exhumando cristales que no son cadáveres.
Las otras cargas las otras exhumaciones los otros helicópteros sobrevuelan el Río de la Plata la noche la borrasca la humedad. Descargan sin estridencias sin flores sin dejar rastro.
Un largo y profundo Uuuuuuh.
Ay, Benito, menos mal, eran solo flores.
La borrasca la humedad la noche qué bien vendría emborracharse en el centro de la plaza bajo los helicópteros.
Pero no hay botellas de champán debajo de la piedra, es una lástima, cien años creyéndolo. Qué atentos igual, no se hubieran molestado.
"Y si las generaciones venideras quisieran en su centenario conmemorar este acto y constatar la existencia de este documento y objetos que lo acompañan, deberán efectuar una excavación."
Acta de Fundación. 19 de noviembre de 1882.
miércoles, 5 de septiembre de 2018
Silbato
En el principio, una talquera redonda, un pompón, mi piel.
Después, una vereda y un guardapolvo blanco.
Cuando desperté, el mundo fue un murallón y un hueco abierto a puñetazos.
En estos días, el mundo es esta tarde y este vaso tranpirando agua.
Pero siempre, antes o después, el mundo es un silbato.
Espada del verano.
Apuñalando la siesta.
Cuando desperté, el mundo fue un murallón y un hueco abierto a puñetazos.
En estos días, el mundo es esta tarde y este vaso tranpirando agua.
Pero siempre, antes o después, el mundo es un silbato.
Espada del verano.
Apuñalando la siesta.
Cruzando señoras, batones, ruleros, escobas.
Sin pena ni gloria ni dueño.
Afilador cuando tenía 7 años y compraba el pan con monedas.
Helado de crema y chocolate cuando nos escondíamos de las balas del Regimiento 7.
Un silbato asesino.
Un silbato carnaval inflando los cachetes de Kiara esta tarde, cruzando este calor.
Sin pena ni gloria ni dueño.
Afilador cuando tenía 7 años y compraba el pan con monedas.
Helado de crema y chocolate cuando nos escondíamos de las balas del Regimiento 7.
Un silbato asesino.
Un silbato carnaval inflando los cachetes de Kiara esta tarde, cruzando este calor.
jueves, 16 de agosto de 2018
POSTRE UCRANIANO
Un pasaje.
Ocho huevos recogidos por Natasha.
Una taza de azúcar.
Leche recién ordeñada.
Un billete de un dólar en una carta de 1950.
Un pincel de plumas para pintar los nalesnikes con manteca. Uno por uno.
Dos tazas de mañana bien temprano.
Una tía, sus disgustos y sus indicaciones.
Tiempo detenido. Tiempo repetido.
Un fuego lento, lentísimo, que derrita la manteca, el dólar, las indicaciones.
Una mesa y su hule de plástico y margaritas.
Unos vasos pequeños de cristal limpio, para servir con vodka, sin atenuantes.
Un pasaje
Tengo que iniciar el viaje en esta estación. Un invierno que apenas recuerdo. Comprar mi boleto cuando los coquitos de eucaliptos desprenden sus vapores sobre la estufa a kerosene y mamá llegando. Después de los 40 años, todo viaje es hacia atrás.
La estufa está cerca del teléfono, donde mamá pasa largas horas hablando en ucraniano con su madre en Berisso. El papel amarillento que dice Voronchin está siempre allí, en esa mesa del teléfono, en el cajón que asoma debajo de la carpeta de crochet blanca. Está escrito con su letra redonda, como recién salido de un cuaderno de caligrafía. Allí dice Lena, su nombre es lo único que tuve de mi tía por mucho tiempo.
Mamá discute con la baba sobre el viaje de mi abuelo. 1972 levanta su muralla de guerra fría y el abuelo está decidido a traspasarla. Ella teje bufandas y medias afiebradas, dispuesta a acabar con todo el frío de Siberia. Lo que planean o discuten es para mí tan lejano como el eucaliptus del que alguien recogió estos coquitos, en Brandsen o Chascomús. En este invierno de 1972 todo es perfume. Recuerdo el humo de una fogata de domingo, la botella de kerosene en la espalda de la estufa que apenas calienta baldosas cercanas, ese vapor narcotizante y conocido que un día me abandonó.
El pasaje que me llevó a la baba, a mi abuelo, a mamá y a Lena, tardó cincuenta años en llegar.
(Las bufandas y las medias quedaron en la aduana. No llegaron. Llegaron las medias y bufandas que pasaron del cuerpo de mi abuelo a los cuerpos lejanos. Mi abuelo omitió las aduanas de Lenin, claro. Ya le pondré palabras a este entuerto de 50 años. Mama tejiendo siempre, para todos, a dos agujas, con la Knitax, con nosotras alrededor, y una frontera que no podía traspasar).
Ocho huevos recogidos por Natasha
Natasha es la hija de Ruslana, que cuida a Lena. Tiene cinco años y la muñeca que acabo de regalarle está entre sus brazos. Ella me mira, me huele, soy una tierra extraña. Todo lo que desconoce del mundo está parado frente a ella y soy yo. Los leños que crepitan en el pitch supuran una resina que no conozco. La chiquita me alcanza los huevos que Lena necesita para los nalesnikes. Mientras la tía bate la leche con los huevos, Natasha asoma su nariz sobre la mesa y se queda como yo, quieta, aprendiendo lo que siempre será. Las yemas son anaranjadas, entonces recuerdo el cajón de madera que llegaba del mercadito y los huevos manchados de caca de gallina, las yemas casi rojas, redondas, pequeñas. Este silencio y este naranja chillón mezclándose en espiral con la leche se parecen a aquella cocina de mamá preparando panqueques de dulce de leche, pero aquí la dulzura es blanca. Lo tostado se quedó en América.
Natasha decide seguirme a cada rincón y recorre conmigo todos aquellos días. Toda la aldea. Unas semanas después, nos despedimos como si yo regresara enseguida, pero no la vi mas.
Ya debe rondar los diez años, y su padre acaba de pegarse un tiro.
Quisiera escribirle en el idioma que nunca fue inventado.
Billete de un dólar
Mi abuelo tenía una idea del dinero que nunca pude refutarle. El dinero era la cosa más bella del mundo. Se podía morder, tocar, pesar, mandar en cartas. Esa burla a la estafeta postal lo divertía muchísimo, allí la KGB no llegaba y los policías de este continente tampoco.
Cuando mandaba cartas a la aldea, especialmente cuando le escribía a Lena, ponía billetes dentro de la carta, envolviéndolos cuidadosamente. Era una ceremonia lenta. La conocí en sus últimos años, ahora sé que la repetía cada mes desde que había llegado.
Cuando me encontré con su billete escondido en una carta de 1950, caí bajo el peso de todos los billetes del mundo. Ese billete era un sagrado misterio, una memoria, y así se lo conservaba. Una alcancía invisible de días de guerras y alucinaciones estallaba frente a mí. La seguridad de mis mayores rota en mil pedazos, un pobre papel.
Mamá decía que había vendido las bufandas y las medias. Ahora lo sé. Usó su fama de amante del dinero para salvar a Lenin. Lloré despacio. No supe explicar que por qué el billete era un rayo partiéndome los huesos, el rostro del amor mismo. Volveré sobre estos pasos.
Como si se pudiese elegir en el amor, como si no fuera un rayo que te parte los huesos. Julio Cortázar
Ocho huevos recogidos por Natasha.
Una taza de azúcar.
Leche recién ordeñada.
Un billete de un dólar en una carta de 1950.
Un pincel de plumas para pintar los nalesnikes con manteca. Uno por uno.
Dos tazas de mañana bien temprano.
Una tía, sus disgustos y sus indicaciones.
Tiempo detenido. Tiempo repetido.
Un fuego lento, lentísimo, que derrita la manteca, el dólar, las indicaciones.
Una mesa y su hule de plástico y margaritas.
Unos vasos pequeños de cristal limpio, para servir con vodka, sin atenuantes.
Un pasaje
Después de los 40 años miramos desesperadamente hacia atrás.
J. Cortázar
Era un viaje por el oscuro país del calor de la estufa.
W. Benjamin
Tengo que iniciar el viaje en esta estación. Un invierno que apenas recuerdo. Comprar mi boleto cuando los coquitos de eucaliptos desprenden sus vapores sobre la estufa a kerosene y mamá llegando. Después de los 40 años, todo viaje es hacia atrás.
La estufa está cerca del teléfono, donde mamá pasa largas horas hablando en ucraniano con su madre en Berisso. El papel amarillento que dice Voronchin está siempre allí, en esa mesa del teléfono, en el cajón que asoma debajo de la carpeta de crochet blanca. Está escrito con su letra redonda, como recién salido de un cuaderno de caligrafía. Allí dice Lena, su nombre es lo único que tuve de mi tía por mucho tiempo.
Mamá discute con la baba sobre el viaje de mi abuelo. 1972 levanta su muralla de guerra fría y el abuelo está decidido a traspasarla. Ella teje bufandas y medias afiebradas, dispuesta a acabar con todo el frío de Siberia. Lo que planean o discuten es para mí tan lejano como el eucaliptus del que alguien recogió estos coquitos, en Brandsen o Chascomús. En este invierno de 1972 todo es perfume. Recuerdo el humo de una fogata de domingo, la botella de kerosene en la espalda de la estufa que apenas calienta baldosas cercanas, ese vapor narcotizante y conocido que un día me abandonó.
El pasaje que me llevó a la baba, a mi abuelo, a mamá y a Lena, tardó cincuenta años en llegar.
(Las bufandas y las medias quedaron en la aduana. No llegaron. Llegaron las medias y bufandas que pasaron del cuerpo de mi abuelo a los cuerpos lejanos. Mi abuelo omitió las aduanas de Lenin, claro. Ya le pondré palabras a este entuerto de 50 años. Mama tejiendo siempre, para todos, a dos agujas, con la Knitax, con nosotras alrededor, y una frontera que no podía traspasar).
Ocho huevos recogidos por Natasha
Natasha es la hija de Ruslana, que cuida a Lena. Tiene cinco años y la muñeca que acabo de regalarle está entre sus brazos. Ella me mira, me huele, soy una tierra extraña. Todo lo que desconoce del mundo está parado frente a ella y soy yo. Los leños que crepitan en el pitch supuran una resina que no conozco. La chiquita me alcanza los huevos que Lena necesita para los nalesnikes. Mientras la tía bate la leche con los huevos, Natasha asoma su nariz sobre la mesa y se queda como yo, quieta, aprendiendo lo que siempre será. Las yemas son anaranjadas, entonces recuerdo el cajón de madera que llegaba del mercadito y los huevos manchados de caca de gallina, las yemas casi rojas, redondas, pequeñas. Este silencio y este naranja chillón mezclándose en espiral con la leche se parecen a aquella cocina de mamá preparando panqueques de dulce de leche, pero aquí la dulzura es blanca. Lo tostado se quedó en América.
Natasha decide seguirme a cada rincón y recorre conmigo todos aquellos días. Toda la aldea. Unas semanas después, nos despedimos como si yo regresara enseguida, pero no la vi mas.
Ya debe rondar los diez años, y su padre acaba de pegarse un tiro.
Quisiera escribirle en el idioma que nunca fue inventado.
Billete de un dólar
Mi abuelo tenía una idea del dinero que nunca pude refutarle. El dinero era la cosa más bella del mundo. Se podía morder, tocar, pesar, mandar en cartas. Esa burla a la estafeta postal lo divertía muchísimo, allí la KGB no llegaba y los policías de este continente tampoco.
Cuando mandaba cartas a la aldea, especialmente cuando le escribía a Lena, ponía billetes dentro de la carta, envolviéndolos cuidadosamente. Era una ceremonia lenta. La conocí en sus últimos años, ahora sé que la repetía cada mes desde que había llegado.
Cuando me encontré con su billete escondido en una carta de 1950, caí bajo el peso de todos los billetes del mundo. Ese billete era un sagrado misterio, una memoria, y así se lo conservaba. Una alcancía invisible de días de guerras y alucinaciones estallaba frente a mí. La seguridad de mis mayores rota en mil pedazos, un pobre papel.
Mamá decía que había vendido las bufandas y las medias. Ahora lo sé. Usó su fama de amante del dinero para salvar a Lenin. Lloré despacio. No supe explicar que por qué el billete era un rayo partiéndome los huesos, el rostro del amor mismo. Volveré sobre estos pasos.
Como si se pudiese elegir en el amor, como si no fuera un rayo que te parte los huesos. Julio Cortázar
sábado, 28 de julio de 2018
Peces y humedades
El pez no se sabe húmedo ni mojado. Él es y existe mojado.
De qué estaremos humedecidos nosotros, de qué estaremos mojados.
Qué es lo que no sabemos.
Qué vida nos estamos perdiendo.
Qué respuesta a todas las preguntas nos rodea, inalcanzable.
.
De qué estaremos humedecidos nosotros, de qué estaremos mojados.
Qué es lo que no sabemos.
Qué vida nos estamos perdiendo.
Qué respuesta a todas las preguntas nos rodea, inalcanzable.
.
martes, 17 de julio de 2018
El polvo de las tizas
Aprendí a escribir cuando elegí, finalmente, dónde hacerlo. Elegí 1982, el año de la derrota. Y un aula pintada de celeste brillante, a prueba de manchas, con rejas en las ventanas que asomaban a un patio y un mástil y una calle. Me paré frente al pizarrón con una tiza blanca. Escribí mi nombre. Me gustan las tizas nuevas, enteras, sobre pizarrones negros recién pintados. 1982 estaba lleno de esos pizarrones. 1983 los dejó de usar, prefirió los de fórmica. Todavía conservo el borrador de franela azul relleno de lana de aquellos días. Lo prefería a los borradores de madera que caían estrepitosamente dejando huellas blancas y rectangulares De esos borradores tampoco quedan tantos, porque los pizarrones se están extinguiendo.
En las aulas que habito los sábados a la mañana quedan algunos. Limpio la madera despaciosamente, como entonces, mientras llega un puñado de estudiantes y se enciende el sonido metálico de las envolturas de caramelo. Por la ventana se desploma el cielo de Lanús, se quiebra la tiza con la que escribo y flota ese polvillo seco, sediento, imposible. Me rodea entonces una bruma conocida, girando en espiral. El vértice me señala la hondura del pizarrón, la madriguera del conejo, entonces ese aula es aquella más pequeña de la escuela 27, en Berazategui, con osos de cartulina, cuadernos apilados y ese olor a sangre y frigorífico.
De pronto, un avión a chorro traza una línea perfecta e inmóvil y entonces los chicos se suben sobre las sillas metálicas, trepan a las mesas, porque un avión es un avión y una guerra es una guerra. Soy maestra de ese polvo que cae sobre mi cabeza como la nieve caerá algún día, muchos años después, imperceptible lluvia de cal mojando el guardapolvo y las vacilaciones. Los mejores días escribo con tizas amarillas y rosas. Remarco las letras con pulso de dibujante y los chicos copian ese trazo recostadas las cabezas sobre el brazo. Me pregunto cómo pueden escribir así. Escribo mi nombre y el de ellos, el día de la semana y Las Malvinas Son Argentinas. El olor a lápiz y a Cristian hoy tampoco vino, señorita. Me detengo un instante frente al avión a chorro. Imagino ese viaje. Enseguida vuelvo a los cuadernos y escribo excelente felicitaciones porque eso lo puedo regalar y lo regalo. Abro el registro y digo Cristian ausente. Tres puntos suspensivos, dicto, y se deslizan las lapiceras. Nadie habla.
Voy a la sala donde Elena nos vende Avon. Ninguna maestra sabe. Ninguna quiere saber. Escribo con mis zapatillas el camino a la casa de Cristian. Me siguen cuatro o cinco chicos con ocho versiones de la novela. Que la mamá se fue cuando tuvo al tercero. Que se llevó sus cosas. Que el papá es un hijo de puta. Que la abuela que es la mamá del papá los odia y los rajó a la mierda. Golpeo mis palmas y escribo buen día y sale la abuela y sospecha y se defiende y se limpia las manos en el delantal también escrito, todo escrito. La maestra ahí parada no es buena señal. Se fueron, me dice, escribe. Una gallina sobre el horno de barro levanta la cabeza, telescopio atento y calibrado. Ustedes, los guardapolvos, no son de aquí. Entonces nos vamos. Se cierra la puerta de alambre tejido. Cruzamos la zanja y me invade ese olor a 1982.
Cristian y Lidia y los dos bebés están, en ese momento, en Retiro. Lidia sube sus dos bolsos y sus dos bebés al tren y arrastra a Cristian del brazo, y Cristian no sabe dónde queda Misiones y el tren lo llevará tan lejos que prefiere saltar y quedarse y Lidia grita y el tren arranca. Así que Cristian vuelve. Lo veo llegar y buscar su banco pero no trae útiles ni guardapolvo y su ropa está tan sucia que nadie se atreve a mirarlo. Nadie habla, nadie escribe. Que pasó, Cristian. Nada, señorita. Escribo con las manos una cama tendida en el suelo de mi casa, escribo ropa prestada y agua caliente para que se bañe y cuente. Cristian cuenta. Escribe.
La escuela se quedó ese día y para siempre sin tizas. Yo también me bajé del tren, porque lo que escribíamos allí no lo salvaba a Cristian de nada. Esa noche inventé una sopa de papas y zanahoria. Recorrí un camino de liendres, las fui matando una a una en la cabeza de Cristian y en la mía. La uña apretada contra el cráneo, la pequeña explosión, hay que escribir todo de nuevo, pensé, pero tengo que inventar las letras, los acentos, los renglones. Nada es como me dijeron. Nada.
Nunca más me puse un guardapolvo. Busqué el avión de aquella ventana al cielo y escribí un trámite. Lo logré, finalmente. Me dieron dos pasajes gracias a que 1983 no preguntaba todavía sobre menores que volaban sin padres. Busqué un barrio en Posadas cerca de un río. Una hora después, Lidia abrazaba a Cristian. La sopa de mandioca y zapallo me resultó demasiado dulce, pero agradecí la fiesta.
En el pizarrón de este siglo, escribo mi nombre y el día. Bajo un polvillo conocido se asoma el conejo. Me guiña un ojo y me llama a su túnel, entonces cae la piel y la placenta, escribo Cristian y conozco el mundo.
sábado, 14 de julio de 2018
PROYECTO PARAISO
Quiero un paraíso sin infiernos
pero con alguna quebradura.
Con ramas cargadas de fruta hasta romperse
a las que haya que oponer sostenes.
Que pueda revivir quien exagere.
Quiero un cielo de pesados nubarrones
un paisaje que no despierte elogios.
Quiero leer los libros que la astucia
siga robando a los saldos de Corrientes.
Que se seque la flor en los jarrones
/así es más imponente la hermosura/
Dudar sin temor ni obligaciones
del dios que me retiene y me perdura.
Quiero estirar la mano y encontrar
la frazada que me cubra
/que la distancia a la tibieza/
/sea sólo la de un brazo/
Sufrir con ganas y sin explicaciones
los amores de Andreíta por la tele.
Que esa sea la única medida
de todo lo que duela: una fisura, una grieta, una hendidura.
El otro dolor sí, será la tierra.
Un pibe insultando por teléfono
apellidos robados a las guías.
Un salado maní y un vino de primera
para todos los borrachos que acompañen
la fiesta eterna.
Saltar sin temor a los andenes
desde trenes que irán a las ciudades.
Eso sí: sin arrancar carteras
porque habrá en cada bolsillo
un fajo de billetes infinito inacabable.
Un salto porque sí. A salvo de fracturas.
El riesgo será sólo un rasguño.
Hacer amores de cualquier manera
sin edades en las que no se pueda.
Será la fiesta de todos los vencidos.
Será aquello que fue y no lo pudimos.
El diablo meterá su cola y dios simulará no haberlo visto.
Espiar todas y cada cerradura.
Dormir sin relojes y sin culpa.
Todo esto, con vos, yo lo edenizo.
Y si no es así como yo digo
y si para equivocarse no hay permiso
y si ni siquiera entonces elegimos
habrá que inaugurar un paraíso.
City Bell, 1993.
pero con alguna quebradura.
Con ramas cargadas de fruta hasta romperse
a las que haya que oponer sostenes.
Que pueda revivir quien exagere.
un paisaje que no despierte elogios.
Quiero leer los libros que la astucia
siga robando a los saldos de Corrientes.
Que se seque la flor en los jarrones
/así es más imponente la hermosura/
Dudar sin temor ni obligaciones
del dios que me retiene y me perdura.
Quiero estirar la mano y encontrar
la frazada que me cubra
/que la distancia a la tibieza/
/sea sólo la de un brazo/
Sufrir con ganas y sin explicaciones
los amores de Andreíta por la tele.
Que esa sea la única medida
de todo lo que duela: una fisura, una grieta, una hendidura.
El otro dolor sí, será la tierra.
Un pibe insultando por teléfono
apellidos robados a las guías.
Un salado maní y un vino de primera
para todos los borrachos que acompañen
la fiesta eterna.
Saltar sin temor a los andenes
desde trenes que irán a las ciudades.
Eso sí: sin arrancar carteras
porque habrá en cada bolsillo
un fajo de billetes infinito inacabable.
Un salto porque sí. A salvo de fracturas.
El riesgo será sólo un rasguño.
Hacer amores de cualquier manera
sin edades en las que no se pueda.
Será la fiesta de todos los vencidos.
Será aquello que fue y no lo pudimos.
El diablo meterá su cola y dios simulará no haberlo visto.
Espiar todas y cada cerradura.
Dormir sin relojes y sin culpa.
Todo esto, con vos, yo lo edenizo.
Y si no es así como yo digo
y si para equivocarse no hay permiso
y si ni siquiera entonces elegimos
habrá que inaugurar un paraíso.
City Bell, 1993.
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