miércoles, 7 de marzo de 2012

COLONIA DE SACRAMENTO

Mariquita sale chillando como un fuego de su habitación. Grita sus caprichos pero los mayores no le entienden tanta queja entreverada. Cada vez que le sucede así se refugia en la levita de don Rafael, porque su abuelo tiene un oído lento que aquieta los gritos. Don Rafael la escucha, cómo no, si es ella.
Mariquita.
Que le dice, no la oigo pero lo sé, que yo me he puesto sus encajes, y que me ando pavoneando con su abanico. Y que me encontró en su habitación y que me quiso arrancar las motas pero yo le mordí.
El blanquísimo brazo.
Y le muestra mis marcas y me sonrío debajo del abanico. Claro que Mariquita no entiende por qué don Rafael, que la adora, no corre a castigarme. Ni siquiera a encerrarme en la piecita. Ni siquiera a mirarme con los ojos duros de quién manda en esta casa. Porque aquí el padre apenas si viene y la abuela apenas si murmulla. Pero él.
Ay, don Rafael. Usté sabe que yo sé.
Bien mirado el asunto es así: yo podría ser Mariquita pero soy su noche. Ella y yo catorce años.
Catorce años de casona de la Colonia, casi sin salir el fuerte. Las dos. Yo con mucho más soles en las piedras de la orilla, quemada sobre negro blanqueando sus enaguas. Juro que he visto Buenos Aires mientras lavaba sus faldas.
Yo Sacramento, como la colonia.
Y ella Mariquita, rosadas manos que no hacen nada.
Hijas de una casa que nos vio nacer al mismo tiempo, un verano incómodo para la familia.
Porque don Rafael sabía, y su señora esposa sabía, y su señora nuera, que Dios la tenga en su gloria, también sabía. Quién no lo sabía, hace catorce años. Que a don Rafael le nacía una nieta en la nochebuena y una hija en la navidad.
En la habitación que da a la calle, la nieta.
En la trastienda de la casona, la hija. Del vientre de Juramento, de la negra panza de piel tirante que don Rafael buscaba perdido de aburrimiento en las siestas sin guerra de la colonia. Y él no lo sabe, pero sospecha, que Juramento se lo ha contado a su niña mestiza.
Usté sospeche, don Rafael, que va por buen camino.
Y déjeme nomás que le use hoy los vestidos a la Mariquita, eso casi no es daño. Y déjeme reírme detrás del abanico, que Mariquita lo cansará de risas cuando ande mujereando.
Yo apenas esto. Sin miedo de usté.
Que sabe que soy lo que no puedo ser. Lo que apenas alcanza para menos golpes. Para algún permiso.
Ya habrá tiempo después para el otro miedo, ay el otro, que vendrá con los años.
Cuando nadie respete sus caprichos de viejo que se ablanda por una hija con motas.
Cuando usté ya no esté don Rafael.
Cuando Mariquita aún no sepa, ni le importe saber.
Y yo.
Y yo sea.
Una natural de la morenada de la Colonia del Sacramento junto al río.
La que jura haber visto Buenos Aires.
Haber sido la hija del señor.
Y todo para la risa de una ronda de negras que lavan en la orilla.

Colonia de Sacramento, 1989.

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