A
ver, deje que me acuerde. Fue hace cinco o seis veranos que el portugués se
cansó de la indiada, como él los llamaba. Le explico: el tipo se había venido
en el cincuenta y pico y juntó pesito por pesito hasta que se pudo comprar el
terreno. Bien ubicado, usted viera. Al lado de la ruta que después
ensancharon, por donde pasan autos a
montones. En aquel tiempo uno lo veía, pobre portugués, todos los fines de
semana que podía meta pastón y meta pala llenando las bases con la señora, que
ni bien dejaba de darle la teta a la nena cargaba con los baldes y le daba una
mano.
No,
si era de no creer, mire.
La
panadería le quedó una pinturita. Y el chalecito de arriba, ni le cuento. Claro
que terminó todo diez años después, pero la confitería Lisboa se hizo famosa.Y
le estoy hablando de los años sesenta, cuando había que romperse el lomo para
lucirse.
El
portugués laburó como un descosido por
aquellos años. No sé cuándo le quedaba tiempo para dormir. La señora en la
caja, la piba, desde que las trenzas quedaron arriba del mostrador, despachando
que era un encanto. El pibe en el horno, con él. Me pregunto si el infeliz
habrá conocido una pelota. Nunca en el potrero como los otros chicos de su
edad. Unos vagos, claro, la verdad hay que decirla.
Eso
sí, cuando uno iba, se charlaban todo los portugueses. Porque ellos no se
sentaban a tomar mate a la tarde ¿me entiende? ni salían de vacaciones ni
cerraban lo lunes aunque los otros panaderos tiraran la bronca. Como lo único
que hacían era laburar se hicieron amigos de los clientes, y los clientes lo
agradecían pasándose un buen rato en la Lisboa.
Un
día el portugués plantó bandera. Le comentó a las doñas que se sentía viejo y
que sus hijos tenían que estudiar alguna carrera y alquiló el boliche. Se lo
alquiló a Ochoa, que había sido su empleado por años y que supo convencerlo con
sus delirios de confitería pituca y una promesa de servicios de lunch que
contrataría el gobernador.
Ochoa
se trajo a dos o tres más oscuros que la noche y empezó la farra al lado del
horno. Usted viera. Meta vino y truco. Después la negrada se dormía en los
canastos de mimbre y al otro día atendían a los clientes mojados como merluzas.
Eso
sí, Ochoa hacía un pan riquísimo. Pero era criollo, qué se va a hacer, y las
vitrinas se llenaron de mugre y el techo de una tierra pegoteada con grasa. Las
lamparitas fueron muriendo de a una y nadie las cambió...¡los tiempos de Ochoa!
El piberío del bajo se llevaba pan calentito y lo pagaba dios, y los vigilantes
y las medialunas se deshacían de tanta manteca y las tortitas negras eran una
montaña de azúcar. No, si Ochoa no se medía en gastos. Dijo que iba a ser el
mejor y lo fue. A su manera, claro.
El
local se vino un poco abajo y el portugués no lo quería ni ver. Vivía encerrado
en el chalé y cuando salía se cruzaba enseguida de vereda para no mirar, porque
sufría de verdad el hombre. Pero el veneno se le fue metiendo en el cuerpo, no
hubo caso. ¡Cómo no iba a estar furioso, si él, a las monjitas, les daba
factura vieja de tres o cuatro días y lo demás lo hacía todo pan rallado o
budín! No había desperdiciado una miga jamás, y todo para qué, si ahora el pan
se iba en bolsas generosas, y nadie pagaba demasiado, y Ochoa le fiaba a medio
mundo, y el lugar era un miguerío y una joda y a nadie le preocupaba el service
de la amasadora. Y pensar que cuando estaba él en el piso de la cuadra se podía
comer sin plato de limpio que lo tenía. Son formas ¿vió? Los gringos son así.
Pijotean porque viven como si la guerra no hubiese terminado, usan tres veces
el mismo fósforo y años la misma alpargata.
Al
portugués la bronca le saltaba por los ojos y no la podía disimular. Todo el
barrio sabía que odiaba a Ochoa. El último tiempo ni lo saludaba. Hasta que al
final el gringo se enredó en un juicio para poder sacarlo de la Lisboa.
Lo
ganó, claro.
Todos
lo felicitamos, pero empezamos a extrañar la factura exhuberante. Los pibes que
se llevaban el sobrante, ni le cuento. Le rompieron al viejo más de un vidrio
porque los quería conformar con palitos de anís de la semana anterior. A éstos
no les falta pan, lo que no tienen es vergüenza, decía el portugués y se
encendía como una fogata, mire.
En
fin, me gustaba verlo trabajar al gringo otra vez, pero yo me había prendido en
todas las timbas de Ochoa y sentí su ausencia. Nunca más aquellas panzadas de
bizcochitos de grasa. Y eso, en la vida de un piojo resucitado como yo, se
nota.
En
fin, cosas del destino.
Que
la verdad, con quien se ensañó fue con el portugués.
Ochoa
no dijo ni mu en su momento, metió violín en bolsa y se fue para el rancho a
vivir de las bolitas de fraile y los churros que él hacía de madrugada y el
hijo vendía de tarde recorriendo el barrio en bicicleta. ¡La bicicleta! Era el único capital que le había quedado al
pobre ñato después de pagar el juicio y todos los arreglos de las máquinas del
portuga.
Pero
la vida da revanchas y cada uno encuentra la forma de vengarse ¿se acuerda de
la nena con trenzas que atendía el mostrador hecha un ovillo, delantal
almidonado, cintas en el pelo? Bueno, hace un mes se apareció con la noticia.
Claro que la hija del gringo ya no es la que era: anda arriba de los veinte y
largó los estudios. No quiso saber nada con sacarse el paquete. Estaba noviando
con el Ochoíta en secreto y recorrió todos los pastizales del pueblo subida al
caño de la bici. Parece que le divertía más la venta ambulante que el
mostrador. Y el Ochoíta, claro, le hizo probar almíbares de los que no tenía
noticias.
Y
se emperró la chiquilina, no hubo caso. Quiso casorio y fiesta y vestido blanco
y torta con cintitas y doscientos invitados. Y aquí me tiene, la verdad que la
invitación me tomó por sorpresa, pero vió cómo es Ochoa que no se olvida de los
amigos.
Está tan contento que no se midió en
gastos. Usted no es del barrio ¿no? Pero eligió arrollado para comer ¿sabe por
qué? porque lo hizo Ochoa. ¿Ve aquellos bocaditos que no prueba nadie? ésos los
hizo el gringo ¿y ve los canapés? ésos también, si ni aceitunas les puso. Pobre
viejo, la verdad que no está para festejos. Un nieto compartido con Ochoa no se
le cruzó ni en sus mejores pesadillas. En fin. ¿De dónde era usted? ¿de la
calle Lisboa me dijo? Ah, no, de la ciudad de Lisboa. Como la panadería, qué
casualidad ¿no?
¿Y
eso dónde queda?
Primer Premio Banco Patricios, 1995.