lunes, 25 de marzo de 2013

LISBOA




A ver, deje que me acuerde. Fue hace cinco o seis veranos que el portugués se cansó de la indiada, como él los llamaba. Le explico: el tipo se había venido en el cincuenta y pico y juntó pesito por pesito hasta que se pudo comprar el terreno. Bien ubicado, usted viera. Al lado de la ruta que después ensancharon,  por donde pasan autos a montones. En aquel tiempo uno lo veía, pobre portugués, todos los fines de semana que podía meta pastón y meta pala llenando las bases con la señora, que ni bien dejaba de darle la teta a la nena cargaba con los baldes y le daba una mano.
No, si era de no creer, mire.
La panadería le quedó una pinturita. Y el chalecito de arriba, ni le cuento. Claro que terminó todo diez años después, pero la confitería Lisboa se hizo famosa.Y le estoy hablando de los años sesenta, cuando había que romperse el lomo para lucirse.
El portugués  laburó como un descosido por aquellos años. No sé cuándo le quedaba tiempo para dormir. La señora en la caja, la piba, desde que las trenzas quedaron arriba del mostrador, despachando que era un encanto. El pibe en el horno, con él. Me pregunto si el infeliz habrá conocido una pelota. Nunca en el potrero como los otros chicos de su edad. Unos vagos, claro, la verdad hay que decirla.
Eso sí, cuando uno iba, se charlaban todo los portugueses. Porque ellos no se sentaban a tomar mate a la tarde ¿me entiende? ni salían de vacaciones ni cerraban lo lunes aunque los otros panaderos tiraran la bronca. Como lo único que hacían era laburar se hicieron amigos de los clientes, y los clientes lo agradecían pasándose un buen rato en la Lisboa.
Un día el portugués plantó bandera. Le comentó a las doñas que se sentía viejo y que sus hijos tenían que estudiar alguna carrera y alquiló el boliche. Se lo alquiló a Ochoa, que había sido su empleado por años y que supo convencerlo con sus delirios de confitería pituca y una promesa de servicios de lunch que contrataría el gobernador.
Ochoa se trajo a dos o tres más oscuros que la noche y empezó la farra al lado del horno. Usted viera. Meta vino y truco. Después la negrada se dormía en los canastos de mimbre y al otro día atendían a los clientes mojados como merluzas.
Eso sí, Ochoa hacía un pan riquísimo. Pero era criollo, qué se va a hacer, y las vitrinas se llenaron de mugre y el techo de una tierra pegoteada con grasa. Las lamparitas fueron muriendo de a una y nadie las cambió...¡los tiempos de Ochoa! El piberío del bajo se llevaba pan calentito y lo pagaba dios, y los vigilantes y las medialunas se deshacían de tanta manteca y las tortitas negras eran una montaña de azúcar. No, si Ochoa no se medía en gastos. Dijo que iba a ser el mejor y lo fue. A su manera, claro.
El local se vino un poco abajo y el portugués no lo quería ni ver. Vivía encerrado en el chalé y cuando salía se cruzaba enseguida de vereda para no mirar, porque sufría de verdad el hombre. Pero el veneno se le fue metiendo en el cuerpo, no hubo caso. ¡Cómo no iba a estar furioso, si él, a las monjitas, les daba factura vieja de tres o cuatro días y lo demás lo hacía todo pan rallado o budín! No había desperdiciado una miga jamás, y todo para qué, si ahora el pan se iba en bolsas generosas, y nadie pagaba demasiado, y Ochoa le fiaba a medio mundo, y el lugar era un miguerío y una joda y a nadie le preocupaba el service de la amasadora. Y pensar que cuando estaba él en el piso de la cuadra se podía comer sin plato de limpio que lo tenía. Son formas ¿vió? Los gringos son así. Pijotean porque viven como si la guerra no hubiese terminado, usan tres veces el mismo fósforo y años la misma alpargata.
Al portugués la bronca le saltaba por los ojos y no la podía disimular. Todo el barrio sabía que odiaba a Ochoa. El último tiempo ni lo saludaba. Hasta que al final el gringo se enredó en un juicio para poder sacarlo de la Lisboa.
Lo ganó, claro.
Todos lo felicitamos, pero empezamos a extrañar la factura exhuberante. Los pibes que se llevaban el sobrante, ni le cuento. Le rompieron al viejo más de un vidrio porque los quería conformar con palitos de anís de la semana anterior. A éstos no les falta pan, lo que no tienen es vergüenza, decía el portugués y se encendía como una fogata, mire.
En fin, me gustaba verlo trabajar al gringo otra vez, pero yo me había prendido en todas las timbas de Ochoa y sentí su ausencia. Nunca más aquellas panzadas de bizcochitos de grasa. Y eso, en la vida de un piojo resucitado como yo, se nota.
En fin, cosas del destino.
Que la verdad, con quien se ensañó fue con el portugués.
Ochoa no dijo ni mu en su momento, metió violín en bolsa y se fue para el rancho a vivir de las bolitas de fraile y los churros que él hacía de madrugada y el hijo vendía de tarde recorriendo el barrio en bicicleta. ¡La bicicleta!  Era el único capital que le había quedado al pobre ñato después de pagar el juicio y todos los arreglos de las máquinas del portuga.
Pero la vida da revanchas y cada uno encuentra la forma de vengarse ¿se acuerda de la nena con trenzas que atendía el mostrador hecha un ovillo, delantal almidonado, cintas en el pelo? Bueno, hace un mes se apareció con la noticia. Claro que la hija del gringo ya no es la que era: anda arriba de los veinte y largó los estudios. No quiso saber nada con sacarse el paquete. Estaba noviando con el Ochoíta en secreto y recorrió todos los pastizales del pueblo subida al caño de la bici. Parece que le divertía más la venta ambulante que el mostrador. Y el Ochoíta, claro, le hizo probar almíbares de los que no tenía noticias.
Y se emperró la chiquilina, no hubo caso. Quiso casorio y fiesta y vestido blanco y torta con cintitas y doscientos invitados. Y aquí me tiene, la verdad que la invitación me tomó por sorpresa, pero vió cómo es Ochoa que no se olvida de los amigos.
Está tan contento que no se midió en gastos. Usted no es del barrio ¿no? Pero eligió arrollado para comer ¿sabe por qué? porque lo hizo Ochoa. ¿Ve aquellos bocaditos que no prueba nadie? ésos los hizo el gringo ¿y ve los canapés? ésos también, si ni aceitunas les puso. Pobre viejo, la verdad que no está para festejos. Un nieto compartido con Ochoa no se le cruzó ni en sus mejores pesadillas. En fin. ¿De dónde era usted? ¿de la calle Lisboa me dijo? Ah, no, de la ciudad de Lisboa. Como la panadería, qué casualidad ¿no?
¿Y eso dónde queda?

Primer Premio Banco Patricios, 1995.

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