viernes, 11 de septiembre de 2015

Receta para Pablo Kociubinski


Un pasaje. 
Ocho huevos recogidos por Natasha. 
Una taza de azúcar. 
Leche recién ordeñada. 
Un billete de un dólar recibido en una carta de 1950. Un pincel de plumas para pintar los nalisnikes con manteca. Uno por uno.
Tiempo. Tiempo detenido. Tiempo repetido. 
Dos tazas de mañana bien temprano. 
Una tía, sus disgustos y sus indicaciones. 
Un fuego lento, lentísimo, que derrita la manteca, el dólar, la mañana.
Servir con vodka, sin atenuantes.

Ucrania, agosto de 2015.






La vuelta al día en 80 mundos (diría Cortázar)

La mañana y su silencio de pájaros. El mediodía con sus gritos de feria. La tarde y su abanico de tareas. Las voces como ecos. La noche y una mesa conocida.
En un barrio platense de los 60, en la navidad optimista del 74, en la noche de los 80, en un barrio pobre del gran Buenos Aires. En una sobreabundante Italia. En una aldea eslava de trenzas y mujeres viejas.
La misma ronda, siempre. El ecuador cruzando cada meridiano.
Mujeres ordenando las vituallas.
Hijas soñando vivir sin argumento.
Siempre un amor y una muerte.
Un chico cayéndose de una bicicleta o un caballo.
Un hombre escondiendo su ternura.
Una seduccion.
Un aroma y una fruta.
Un secreto.
Una deuda impaga.
Una carcajada.
Siempre.









Ucrania, agosto de 2015.

martes, 1 de abril de 2014

Viaje por América del Sur: primeros apuntes sobre nosotros



El viaje hacia nosotros comienza en Argentina. Mas precisamente en Iruya, donde se anda de a pie, a veces horas y horas para una visita o un partido de fútbol en San Isidro o Higueras. Después del saludo, los silencios son prolongados, pero la montaña está plena de vida. El ritmo lo imponen los cultivos, el cuidado de ovejas y llamas. El pastoreo y el cultivo de altura nos acompañará de aquí en más, durante toda la travesía andina. La inmensidad es sobrecogedora. Al mismo tiempo, amable y protectora de los suyos. Pero hay que "bajar" al mercado, y, quién sabe, a nuevas vidas. Se sueña con dejar la montaña y estudiar, conocer, desplegar ansias.

En Bolivia, las eses se arrastran al final de cada palabra, y el español suena hermoso y extraño a la vez. Silencio aún más prolongado entre las palabras, pero no es incómodo. El aire es un bien preciado, así que no puede gastarse hablando lo que no se necesita. Entre los jóvenes,
Spinetta, Charly, Fito, son ídolos inmensos, presentes, cercanos.

En el Perú andino, el español se pierde. Suenan otras lenguas, irreconocibles, pétreas. Lo que creíamos pasado nos dice "aquí estoy, aquí soy". En la costa, el español es castizo,
verborrágico, de palabras precisas para definir cada cosa. Entre los jóvenes, ir a Argentina es un deseo alimentado por admiraciones. Otra vez Spinetta, Charly, Fito. Y el fútbol, claro.

En Ecuador, los Andes se multiplican en etnias, costumbres, trajes, comidas. Me quedo con esos varones de pelo largo y lacio, atado en cola de caballo bajo un sombrero negro de ala corta. Me quedo con las mujeres de Otavalo y sus faldas negras, largas, lisas. Los modistos franceses caerían rendidos a sus pies.

Se abren las puertas de Colombia. Verdes, inmensas. De Pasto a Cali se presenta esa otra raza nuestra, generosa de curvas. Un capitulo terrible de la historia trajo la 
africanía a estas costas, pero este sur la hizo propia. Cali se presenta en los vaivenes de sus mujeres y Quique celebra esta bendición con palabras que no voy a reproducir aquí. Antes del saludo, esa manera tan caribeña de sonreír. Frontal, mirando a los ojos. Allí el español es frutal y colorido, y los "raticos" y los "momenticos", los "llaneros", los "paisas" y los "rolos"; las "arepas" y los "ajiacos" le entregan a nuestro idioma un carnaval de palabras.

Venezuela es tierra waiuu y entonces es Veenessuela. Brasil es tierra waimiri y todo se vuelve arco, flecha y río. 


En cada lugar, bienvenidos. En cada rincón, nosotros, los de esta América del Sur.










jueves, 28 de noviembre de 2013

Loving


Puedo darte amor en todos los idiomas.

Decirte hermosa en todos los lenguajes.

Alcanzar la cima de todas tus edades.






Dime tu nombre.
Mirame a los ojos.
Yo encontraré la caribeña que llevas escondida.
A cambio solo pido migajas de tu mundo. Los billetes que apenas necesitas.

Los pondrás en mi bolsillo, en mi sombrero, en mis cervezas, sin que yo lo note.

El amor sabrá cruzar esa estúpida frontera.

Santiago amanecerá con tus destellos, olvidando los incómodos detalles.





Santiago de Cuba, 23 de noviembre de 2013.



Una playa en Cuba


¿Qué playa quieres, mi niña? ¿Sobre qué arena despedirás el día?






¿Quieres una alfombra pedregosa, con muchachos que recogen peces afilados para asombrar a sus mujeres?










¿Prefieres la que se despeinó para siempre por el beso del huracán?

¿Vas a elegir la de arenas finas y palmeras del paraíso?

¿O la que cuida el colonizador desde el morro porque acechan los piratas de la reina de cabellos rojos?




¿Vas a atardecer en el cayo para amanecer en tu cuerpo empapado de ron?

¿Qué playa prefieres?

¿La de lluvia tenue, la de cien soles, la salpicada de revoluciones?

Pide la que quieras, bonita.

Porque esto es Cuba, muchacha. Y en la Isla Mayor, tratándose de mar, todo sucede.





Playa de Siboney, 22 de noviembre de 2013.

domingo, 1 de septiembre de 2013

Los Haduviak



Mijailko, Nicola, Stepan, Ana, María, Grilko.

Ellos eran los orgullosos hermanos Haduviak, de la aldea de Babie, de la tierra de Volinia.

Mijailko del año 4.

Nicola, el sastre, el hermoso hermano que enamoraba a las mujeres con sus manos de agujas, tijeras y sedas.

Stepan. Silencio sobre Stepan. Nadie sabe. Su rastro se perdió entre las guerras.

Después vienen las mujeres. Ana y María.

Años después llega Grilko, el más joven (nacido en el 26? en el 27?), el soldado al que una bomba le partió la adolescencia en pedazos. Una novia a punto de dar a luz, pariendo un niño y una locura.

Lena, amiga de Grilko. Ana, hija de Nicola. Eugenia, hija de Ana. Silvestre, hijo de Maria. Alina, hija de Mijail, ellos vuelven a nombrar.

Debajo de un manzano de una aldea de una provincia de un sueño llamado Ucrania, alguien los vuelve a nombrar.

Mijailko, Nicola, Stepan, Ana, Maria, Grilko.

Ahora las fechas del inicio y de la muerte. Una a una. En estricto orden.

Mijailko del ... Nicola del... Ana... María ... Grilko del año en que no debió nacer para que no se lo tragara la guerra.

Ana fue la última de la estirpe orgullosa de los Haduviak, nacidos en Babie, en Volinia, en Ucrania. Nadie después de ella había recitado el conjuro (cuando se nombra a los Haduviak de corrido, la llanura se hace verano, el cielo se tapiza de frutas, el pan se levanta sin levaduras).

Pero hoy sus hijos, y los hijos de sus hijos, reunidos por un remolino inesperado, dicen en Volina, en la aldea, debajo del manzano, en voz baja, la lista que ya nadie recitaba. Alina conoce el principio. Silvestre y Eugenia traen a las mujeres. Ana recuerda los amores del sastre. Lena conoce el final.

Mijailko, Nicola, Stepan, Ana, María, Grilko.

Debajo del manzano. Los nombres al aire como campanadas, una vez más.

Ahora sí se abre la mesa, ahora sí brindan las copas, porque los hijos de los hijos han escuchado la historia y todo puede volver a empezar.

lunes, 25 de marzo de 2013

LISBOA




A ver, deje que me acuerde. Fue hace cinco o seis veranos que el portugués se cansó de la indiada, como él los llamaba. Le explico: el tipo se había venido en el cincuenta y pico y juntó pesito por pesito hasta que se pudo comprar el terreno. Bien ubicado, usted viera. Al lado de la ruta que después ensancharon,  por donde pasan autos a montones. En aquel tiempo uno lo veía, pobre portugués, todos los fines de semana que podía meta pastón y meta pala llenando las bases con la señora, que ni bien dejaba de darle la teta a la nena cargaba con los baldes y le daba una mano.
No, si era de no creer, mire.
La panadería le quedó una pinturita. Y el chalecito de arriba, ni le cuento. Claro que terminó todo diez años después, pero la confitería Lisboa se hizo famosa.Y le estoy hablando de los años sesenta, cuando había que romperse el lomo para lucirse.
El portugués  laburó como un descosido por aquellos años. No sé cuándo le quedaba tiempo para dormir. La señora en la caja, la piba, desde que las trenzas quedaron arriba del mostrador, despachando que era un encanto. El pibe en el horno, con él. Me pregunto si el infeliz habrá conocido una pelota. Nunca en el potrero como los otros chicos de su edad. Unos vagos, claro, la verdad hay que decirla.
Eso sí, cuando uno iba, se charlaban todo los portugueses. Porque ellos no se sentaban a tomar mate a la tarde ¿me entiende? ni salían de vacaciones ni cerraban lo lunes aunque los otros panaderos tiraran la bronca. Como lo único que hacían era laburar se hicieron amigos de los clientes, y los clientes lo agradecían pasándose un buen rato en la Lisboa.
Un día el portugués plantó bandera. Le comentó a las doñas que se sentía viejo y que sus hijos tenían que estudiar alguna carrera y alquiló el boliche. Se lo alquiló a Ochoa, que había sido su empleado por años y que supo convencerlo con sus delirios de confitería pituca y una promesa de servicios de lunch que contrataría el gobernador.
Ochoa se trajo a dos o tres más oscuros que la noche y empezó la farra al lado del horno. Usted viera. Meta vino y truco. Después la negrada se dormía en los canastos de mimbre y al otro día atendían a los clientes mojados como merluzas.
Eso sí, Ochoa hacía un pan riquísimo. Pero era criollo, qué se va a hacer, y las vitrinas se llenaron de mugre y el techo de una tierra pegoteada con grasa. Las lamparitas fueron muriendo de a una y nadie las cambió...¡los tiempos de Ochoa! El piberío del bajo se llevaba pan calentito y lo pagaba dios, y los vigilantes y las medialunas se deshacían de tanta manteca y las tortitas negras eran una montaña de azúcar. No, si Ochoa no se medía en gastos. Dijo que iba a ser el mejor y lo fue. A su manera, claro.
El local se vino un poco abajo y el portugués no lo quería ni ver. Vivía encerrado en el chalé y cuando salía se cruzaba enseguida de vereda para no mirar, porque sufría de verdad el hombre. Pero el veneno se le fue metiendo en el cuerpo, no hubo caso. ¡Cómo no iba a estar furioso, si él, a las monjitas, les daba factura vieja de tres o cuatro días y lo demás lo hacía todo pan rallado o budín! No había desperdiciado una miga jamás, y todo para qué, si ahora el pan se iba en bolsas generosas, y nadie pagaba demasiado, y Ochoa le fiaba a medio mundo, y el lugar era un miguerío y una joda y a nadie le preocupaba el service de la amasadora. Y pensar que cuando estaba él en el piso de la cuadra se podía comer sin plato de limpio que lo tenía. Son formas ¿vió? Los gringos son así. Pijotean porque viven como si la guerra no hubiese terminado, usan tres veces el mismo fósforo y años la misma alpargata.
Al portugués la bronca le saltaba por los ojos y no la podía disimular. Todo el barrio sabía que odiaba a Ochoa. El último tiempo ni lo saludaba. Hasta que al final el gringo se enredó en un juicio para poder sacarlo de la Lisboa.
Lo ganó, claro.
Todos lo felicitamos, pero empezamos a extrañar la factura exhuberante. Los pibes que se llevaban el sobrante, ni le cuento. Le rompieron al viejo más de un vidrio porque los quería conformar con palitos de anís de la semana anterior. A éstos no les falta pan, lo que no tienen es vergüenza, decía el portugués y se encendía como una fogata, mire.
En fin, me gustaba verlo trabajar al gringo otra vez, pero yo me había prendido en todas las timbas de Ochoa y sentí su ausencia. Nunca más aquellas panzadas de bizcochitos de grasa. Y eso, en la vida de un piojo resucitado como yo, se nota.
En fin, cosas del destino.
Que la verdad, con quien se ensañó fue con el portugués.
Ochoa no dijo ni mu en su momento, metió violín en bolsa y se fue para el rancho a vivir de las bolitas de fraile y los churros que él hacía de madrugada y el hijo vendía de tarde recorriendo el barrio en bicicleta. ¡La bicicleta!  Era el único capital que le había quedado al pobre ñato después de pagar el juicio y todos los arreglos de las máquinas del portuga.
Pero la vida da revanchas y cada uno encuentra la forma de vengarse ¿se acuerda de la nena con trenzas que atendía el mostrador hecha un ovillo, delantal almidonado, cintas en el pelo? Bueno, hace un mes se apareció con la noticia. Claro que la hija del gringo ya no es la que era: anda arriba de los veinte y largó los estudios. No quiso saber nada con sacarse el paquete. Estaba noviando con el Ochoíta en secreto y recorrió todos los pastizales del pueblo subida al caño de la bici. Parece que le divertía más la venta ambulante que el mostrador. Y el Ochoíta, claro, le hizo probar almíbares de los que no tenía noticias.
Y se emperró la chiquilina, no hubo caso. Quiso casorio y fiesta y vestido blanco y torta con cintitas y doscientos invitados. Y aquí me tiene, la verdad que la invitación me tomó por sorpresa, pero vió cómo es Ochoa que no se olvida de los amigos.
Está tan contento que no se midió en gastos. Usted no es del barrio ¿no? Pero eligió arrollado para comer ¿sabe por qué? porque lo hizo Ochoa. ¿Ve aquellos bocaditos que no prueba nadie? ésos los hizo el gringo ¿y ve los canapés? ésos también, si ni aceitunas les puso. Pobre viejo, la verdad que no está para festejos. Un nieto compartido con Ochoa no se le cruzó ni en sus mejores pesadillas. En fin. ¿De dónde era usted? ¿de la calle Lisboa me dijo? Ah, no, de la ciudad de Lisboa. Como la panadería, qué casualidad ¿no?
¿Y eso dónde queda?

Primer Premio Banco Patricios, 1995.